El hombre contemporáneo no se encuentra íntimamente satisfecho con su destino por la simple razón que no es su destino. Se desenvuelve en una estructura colectiva que le brinda facilidades para su desarrollo como persona si se amolda a los ídolos de la tribu o restricciones si se rebela contra sus encasillamientos. En una circunstancia que no elige, el hombre pugna por encontrar holgura vital para la concreción de sus proyectos. El drama es que ante la menor vacilación personal, las vigencias sociales lo inducen a aceptar pacíficamente las figuras de vida predominantes, con una desventaja inocultable: rendirnos ante el magisterio de los otros equivale a renunciar a realizarnos como personas únicas e insustituibles.

La búsqueda por el hombre de su auténtico proyecto de vida es un añejo tema de la literatura universal. En nuestra juventud, la aspiración por personalizarnos se enfrenta con el mundo heredado de nuestros padres y está asociada con una profunda incertidumbre sobre el futuro. En la Argentina en particular, generaciones enteras han vivido aceleradas y en estado perpetuo de zozobra. Pero en estos días, sin esperarlo, la cuarentena nos otorga un espacio para hacer un alto en el camino y, quizá, replantear el rumbo. Es la posibilidad de iniciar nuestra segunda navegación. Platón nos enseñó que la primera navegación es impulsada por vientos favorables y no demanda gran esfuerzo. En cambio, la segunda navegación se inicia cuando cesan los vientos y se requiere del esfuerzo personal para remar y llevar adelante el barco. Desde entonces, esta sencilla metáfora se ha aplicado a momentos de inflexión cruciales en la vida de una persona o de un pueblo.

La cuarentena infinita pone en paréntesis nuestra vida normal y nos encierra en nosotros mismos . Reaparece la incertidumbre sobre nuestro futuro y, con ella, la posibilidad de una crisis vital inesperada. Sin darnos cuenta, tenemos tiempo para preguntarnos: ¿nos sentimos viviendo en plenitud? Pero, claro está, esta pregunta nos lleva a otra: ¿qué significa vivir en plenitud? Difícilmente en asuntos humanos se pueda plantear un interrogante que cale más hondo en el sentido de nuestra vida. Estarán quienes opinan que cuestionar el modo en que vivimos es una pérdida de tiempo propia de espíritus conflictuados o, aún peor, una renuncia a vivir el presente por preocuparnos del futuro. Para ellos, vivir en plenitud es perseguir metas económicas a cualquier precio, estar conectado cada minuto a una realidad politizada que divide entre amigos y enemigos o extenuarse en la búsqueda de poder. La vida como torbellino, la intensidad de las obligaciones, el estrés del transporte, las exigencias laborales, las crisis recurrentes del país, el asecho de la inseguridad, la lucha por el poder, la ausencia de tiempo libre, son apenas una muestra de las asechanzas que nos rodean y son tomadas como algo natural.

Si somos auténticos con nosotros mismos, a poco que seguimos reflexionando nos interpelamos: ¿por qué sentimos una crisis vital cuando levantamos miras por sobre las pequeñeces que nos ahogan en un charco de tediosa rutina? Por la sencilla razón que de pronto somos nuevamente pura potencia sin destino prefijado. En las situaciones masificadas que nos asedian afloran los problemas de una cultura anémica, que son una ingente fuente de desorientación existencial. Una desorientación que no cede a pesar de que el hombre triunfe en el altar del status económico y alcance las cotas más elevadas del poder. El desarrollo de una vida en plenitud se torna particularmente difícil y solo quienes tienen una fuerte conciencia de sus deseos y aspiraciones se atreven a desafiar los estrechos senderos que impone la sociedad.

Sin embargo, hay otros modos de ver la vida . ¿No admiramos al artista que dedica su vida a crear y se pone al margen de lo que la sociedad considera un éxito? ¿No sentimos envidia por aquellos que se atreven a dejar atrás la gran ciudad y se mudan a la vera de un lago o al pie de una montaña? ¿No quisiéramos ser las personas que siguen sus vocaciones en organizaciones solidarias con el prójimo, en defensa del medio ambiente o en la apasionante carrera del científico? Existen unos pocos afortunados que no necesitan de la cuarentena para encauzar sus vidas porque simplemente hacen lo que les gusta. A costa de sacrificios económicos, incluso familiares, pero fieles a lo que libremente eligieron para sus vidas.

¿No tenemos estos días la sensación de que vivíamos en un frenesí alocado al que nos parece imposible regresar? ¿Añoramos ese vértigo que nos alteraba y ponía de mal humor o hemos conocido que hay otro estilo de vida más reposado, al que solo le falta el vínculo afectivo con nuestra familia y amigos?

Quienes se planteen estos dilemas en estas largas semanas de encierro, quizá podrían recordar que la sabiduría del buen vivir arranca desde una premisa muy básica: vivir es estar aquí y, quizá, ello es suficiente. Deberíamos agradecerlo pues podríamos no estar. Y entonces no tendríamos la posibilidad de un instante de felicidad. Un instante de alegría justifica mil temores, un poco de amor compensa mil dolores y decir estoy vivo es la maravilla más grande que nos está permitida. Estas hermosas palabras, que tantísimas veces le escuché a mi padre, nos reconfortan.

Vivir cada día como irrepetible. Reconocer que los días de júbilo no se repiten; que los sueños no cumplidos a tiempo se desvanecen para siempre; que el esfuerzo de trabajar lustros en pos de metas ajenas se esfuma en segundos. No engañarnos. No dejarnos influir. Ser apasionados por ser nosotros mismos.

Por la cuarentena, estamos forzados a una vida retirada. ¿Sabremos aprovecharla para reflexionar sobre nuestras vidas?

Publicado en La Nación
https://www.lanacion.com.ar/opinion/vida-retirada-a-proposito-pandemia-nid2394980