Ante la proximidad de las elecciones presidenciales un dilema se está instalando en la opinión pública, resumido en dos palabras: continuidad o cambio. Pero hasta hoy, ni quienes propugnan la continuidad del modelo ni quienes apoyan el cambio han podido expresar con un mínimo de profundidad qué entienden de esos dos conceptos. En consecuencia, continuidad y cambio son utilizados como consignas electorales sin que se sepa cómo se traducirían en acciones de gobierno que permitan afrontar la extraordinaria complejidad de la herencia que la presidenta Fernández de Kirchner legará a su sucesor. En nuestra opinión, no conviene entrar en la disputa sobre continuidad o cambio porque ese dilema es un sofisma, es decir, un falso dilema.

El punto de partida para comenzar a justificar nuestra afirmación es hacerse cargo de que la situación actual del país es de una enorme gravedad, comparable con las que produjeron en el pasado las peores crisis de la historia argentina. Sin ir muy lejos, también se creía que Menem entregó el gobierno en 1999 con las cosas bajo control.

Se minimiza la gravedad de la situación económica, donde la combinación de un abultado déficit fiscal, elevadísimo gasto público, tarifas públicas muy atrasadas, recesión generalizada en la industria, el consumo, los bienes raíces y en las economías regionales, el deterioro del tipo de cambio real, bajos niveles de inversión, un BCRA técnicamente quebrado, un creciente desempleo y una tasa de inflación galopante componen un cóctel explosivo, al que se debe sumar la caída de los precios de la soja. Se minimiza el gravísimo deterioro del Estado para llevar adelante políticas públicas y su utilización para cubrir el desempleo en la actividad privada y para otorgar miles de empleos a militantes, que no se resignarán fácilmente a perder sus becas rentadas. Se minimiza la crisis de inseguridad y la pérdida del control del espacio público, que expondrán al próximo gobierno a ejercicios patoteriles de extorsión capaces de impedir una acción de gobierno efectiva. Se minimiza el flagelo extendido de la corrupción, que ha colonizado todas las esferas del Gobierno y que, para ser erradicado, presenta un desafío comparable con el que afrontó Alfonsín al juzgar a las juntas militares. Se minimiza el azote descontrolado del narcotráfico, inédito en la historia argentina y cuyo combate deberá ir en forma paralela con la lucha contra la corrupción. Se minimiza el retroceso alarmante en los resultados educativos del país y el colapso de la salud pública. Se minimizan la crisis energética, el deterioro de la infraestructura y no se computa debidamente la sideral deuda pública colocada en pesos para compensar la emisión monetaria. También se minimiza la crisis de la imagen exterior de la Argentina.

Ante este panorama, cuando los candidatos oficialistas hablan de continuidad está claro que no dicen la verdad o no saben de qué hablan. Por supuesto, rápidamente ocultarán los problemas causados por el populismo kirchenrista diciendo que ha creado millones de empleos y que hay menos pobres que en el 2002. Pero si éstos son los logros, únicamente por comparación con el peor momento de las últimas décadas y luego de haber gozado de óptimas circunstancias internacionales, los problemas mencionados los superan por demolición porque tampoco esos logros son sustentables por mucho más tiempo y mucho menos si la continuidad fuera la receta propuesta.

En la vereda de enfrente, quienes hablan de “cambio” se apresuran a declarar que lo suyo será gradualista y paso a paso. Se anuncia que el cambio vendrá en dosis homeopáticas para no asustar al electorado. En cierta forma, tienen razón: los argentinos tienen mala memoria de las políticas de shock. Se sostiene que los ciudadanos no quieren perder lo conquistado, aunque si se analiza la situación actual, las conquistas se reducen al empleo en el sector público y los planes de ayuda social. El cambio se propone como un retorno a los valores de la república, a la reinserción de la Argentina en el mundo, a brindar seguridad jurídica y confianza a los inversores para que regresen los dólares expulsados por el cepo cambiario, pero poco se dice del modo en que se atacarán los graves problemas del país. En muchos casos, son expresiones de deseos como “combatir a la inseguridad” o “apostar por la educación”. Y no estaría mal que así sea en plena campaña electoral, donde nadie quiere dar malas noticias. Lo preocupante sería que los candidatos opositores crean que “eso” es el cambio.

Ahora es el momento de razonar sobre por qué la opción planteada entre continuidad y cambio es un falso dilema. Y por qué lo que se necesita en su lugar es una verdadera revolución en democracia. Nos encontramos en una encrucijada histórica en la que se necesitan nuevos instrumentos políticos, económicos y sociales para hacer frente a los desafíos del momento y una clase dirigente a la altura de las circunstancias.

Las profundas transformaciones que a gritos pide LA NACION deberán ser realizadas en democracia. Pero la magnitud de los cambios necesarios se asemeja a los que se producen durante las revoluciones históricas. Luego de treinta años desperdiciados, el desafío argentino es protagonizar una revolución en democracia. Porque está claro que nuestro país sólo alcanzará paz y prosperidad si se acometen cambios de naturaleza revolucionaria.

En la hora actual, ser revolucionario significa potenciar la vida de los argentinos insertando nuestras trayectorias posibles en las corrientes de modernidad de Occidente. Occidente es sinónimo de democracia liberal y de Estado de Bienestar. Hay que decir las cosas como son, sin eufemismos. Si no aspiramos a esos logros que enaltecen a Occidente perderemos nuevamente el rumbo. Pero está claro que no llegaremos a ello por un cambio más o menos cosmético si la estructura del Estado y del federalismo no son renovadas de raíz. No llegaremos al progreso y la equidad si no aceptamos que nadie en el mundo discute la economía de mercado, en un marco regulatorio moderno. No llegaremos a la vivienda para todos si la inflación no es prioridad nacional. No llegaremos al país que soñaron nuestros mayores si los valores del mérito, el ahorro y el trabajo no son recuperados. No llegaremos al desarrollo si la ley y los contratos no son cumplidos sin excepciones. La revolución en democracia requiere de un consenso a largo plazo sobre políticas de Estado como otrora fueron ejemplos mayores el fomento de la inmigración, la educación pública laica, el aliento de las inversiones, las exportaciones agropecuarias, la protección de los parques nacionales, la energía nuclear, la reforma universitaria o las campañas masivas de salud pública.

El dilema no es continuidad o cambio: se trata de revolución en democracia o decadencia. El desafío está planteado. Quien esté dispuesto a enfrentarlo tendrá detrás de sí a millones de argentinos.

Publicado en La Nación
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