En las elecciones del 2003 una nueva generación se aprestó a competir por el poder. Estaba integrada por hombres y mujeres que habían sido marcados a fuego por la crisis del 2002,  donde el retroceso argentino tocó su abismo más hondo medido con un estricto criterio objetivo: el devastador crecimiento del índice de indigencia de la población. Nunca en la Argentina contemporánea se habían conocido signos de pobreza tan profundos y extendidos, cuyas secuelas se arrastran hasta hoy. Sin embargo, cometería un profundo error de apreciación quien pensara que la crisis del 2002 fue un acontecimiento aislado, causado por tal o cual problema o personaje. No se comprende la pesadilla que vivimos sino la comprendemos como el hito final de un largo y penoso proceso de decadencia histórica que se inició tras la muerte de Perón en 1974. Estos cuarenta años han sido los años pobres de la Argentina, pobres en institucionalidad, en economía, en moral pública y en educación.

Igual que en España la célebre generación del 98 nació a la conciencia histórica como una respuesta a más de un siglo de decadencia, coronado por la pérdida de las últimas posesiones de ultramar a manos de los norteamericanos, en la Argentina el desastre de 2002 fue el punto de partida para el surgimiento de una generación de argentinos dispuestos a cambiar la historia. Pero para ellos la tarea era doble: debían ser capaces de pensar las ideas que necesita nuestro país con urgencia y a la par tener la habilidad política de llevarlas a la práctica. La generación del 2002 estaba obligada a aunar el genio ideador de la generación del 37 con la capacidad de acción de la del 80.

Hoy esa generación está en el poder. Forman parte de ella los ciudadanos nacidos entre 1955 y 1970. Sus miembros mayores –que hoy tienen sesenta años- apenas conocieron el gobierno de Isabel Perón; los que nacieron en 1970 sólo tienen memoria cívica desde la época de Alfonsín. Por eso, son hijos de la democracia.

Reniegan de la violencia en todas sus formas. Aceptan con naturalidad la revolución tecnológica que se asoma al siglo XXI y creen en la pluralidad y la diversidad de las personas. Tienen opinión propia sobre las naciones que progresan en el mundo, porque no repiten eslóganes anticuados. Quieren retomar el camino de duro trabajo que les legaron sus mayores, cuando la patria atraía a hombres de todas partes del mundo. El respeto a la Constitución y la ley inspira sus actos, y su apoyo a una Justicia independiente es incondicional. Rechazan los métodos políticos de sus mayores, la demagogia y el clientelismo. Pero su sentido de la solidaridad es profundo. Saben que el destino del país se juega por la vía democrática y están dispuestos a participar aún a costa de sus intereses particulares y de su comodidad y tranquilidad. No consienten ser manipulados y por eso reconocen que la preparación intelectual es decisiva para la etapa que viene. Para ellos, la corrupción es el flagelo común a vencer. No hacen de la ideología una bandera para provocar enfrentamientos porque creen en la sana discusión de ideas. No están pendientes del pasado sino ansiosos por el futuro. Prefieren solucionar problemas concretos que empeñarse en campañas de agravios. Hacen de sus vidas un lema por completo opuesto al imperante en décadas pasadas: la única verdad es la verdad. Por sobre todo, se sienten orgullosos de ser argentinos.

¿Quienes son?

La ciudad de Buenos Aires, como tantas veces en la historia argentina, encabeza la generación con un nutrido grupo de políticos que han desplazado por completo a quienes integran generaciones anteriores.  Daniel Filmus (1955), Jorge Telerman (1955), Federico Pinedo (1955), Elisa Carrió (1956), Patricia Bullrich (1956), Anibal Ibarra (1958), Mauricio Macri (1959), Hernán Lombardi (1960), Gabriela Michetti (1965), Horacio Rodríguez Larreta (1965), Cristian Ritondo (1966), Diego Santilli (1967), Esteban Bullrich (1969), Rogelio Frigerio (1970), Adrián Pérez (1971), Diego Kravetz (1971), representan el poder político porteño. Por edad, Marcos Peña (1977) pertenece a la generación siguiente, pero es indiscutible que es una figura emergente de la generación del 2002. A ellos se suman economistas como Carlos Melconián (1956), Martín Redrado (1961), Alfonso Prat Gay (1965), Federico Sturzenegger (1966), Martín Lousteau (1970).

En la provincia de Buenos Aires se destacan Margarita Stolbizer (1955), Daniel Scioli (1957), Graciela Ocaña (1960), Gustavo Posse (1962), Florencio Randazzo (1964), Alberto Pérez (1965), Jorge Macri (1965) y en los límites de la generación, pero integrándola, Sergio Massa (1972) y María Eugenia Vidal (1973).

Finalmente, en el país sobresalen Julio Cobos (1955), Miguel Lifschitz (1955), Ernesto Sanz (1956), Miguel del Sel (1957), Gerardo Morales (1959), Alfredo Cornejo (1962), Alberto Weretilneck (1962), Gustavo Bordet (1962), Luis Juez (1963), Sergio Casas (1965), José Cano (1965), Omar Gutiérrez (1967), Juan Manuel Urtubey (1969), Sergio Uñac (1970), Rosana Bertone (1972).

En su libro Diálogo en torno a la república, Norberto Bobbio señalaba que la formación de una gran élite política sigue siendo un misterio. Quizás por ello sea prematuro arriesgar que la generación del 2002 será capaz de sumarse a las grandes generaciones argentinas. Sin embargo, una cosa es segura: quienes la integran no están enfrentados por el pasado ni por dogmas preconcebidos. Parafraseando a Tulio Halperín Donghi, son una generación para el futuro argentino.

Publicado en La Prensa