La Argentina ostenta un triste récord de anormalidades, único en el mundo. Uno de ellos representa de modo cabal nuestro drama como sociedad: desde la posguerra vivimos la mayor decadencia económica y social del mundo occidental.

Para no remontarnos a épocas tan lejanas, en la década comprendida entre los años 2012 y 2021, el PBI del país cayó el 3,2%, un dato que solo significa una cosa: estancamiento económico. Que se agrava si consideráramos que la caída del PBI per cápita fue del 14%. En el mismo período, el índice de precios al consumidor creció la astronómica cifra de 2230%, un guarismo de inflación incompresible en otras latitudes. En el mundo académico, la combinación de estancamiento e inflación tiene un nombre, que es el infierno más temido: estanflación. La consecuencia directa de la estanflación argentina es trágica: el 50% de la población se encuentra bajo la línea de la pobreza.

A esta decadencia contribuyeron todos los gobiernos, sin excepción. Porque debe afirmarse que la responsabilidad primaria de nuestro retroceso se debe fundamentalmente a los dirigentes políticos. Muchas veces se escucha que los problemas argentinos son responsabilidad de toda la clase dirigente, incluyendo en ella a empresarios, gremialistas, la Iglesia, intelectuales, etc. Pero estrictamente ello no es cierto. Es apenas una excusa a la que apelan los políticos para distribuir culpas, ya que no pueden distribuir riqueza. En una democracia las fuerzas políticas que actúan en representación del pueblo son los depositarios de la misión de gobernar y crear las condiciones para el desenvolvimiento de la sociedad civil. Que la política se escude en el resto de la sociedad para justificar sus fracasos es una muestra acabada de su impotencia para torcer el rumbo de bancarrota que llevamos. Es la política la que construyó la grieta que divide a los argentinos y es la política la que nunca logró un mínimo de consensos en materia social y económica. Y que no se diga que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, porque en el país han gobernado todas las fuerzas políticas y los ciudadanos les han otorgado su voto premio y su voto castigo alternadamente, sin que mejore la calidad de vida de los argentinos.

Se han ensayado toda clase de explicaciones sobre el retroceso argentino. Politólogos, economistas, historiadores, sociólogos, filósofos, ensayistas, argentinos y extranjeros, han producido una copiosa bibliografía sobre la materia. La propia abundancia de teorías y contrateorías ha dificultado que se llegara a un consenso sobre las causas de nuestra decadencia como sociedad y generado una tendencia a buscar explicaciones sofisticadas, relegando hipótesis más obvias y directas que no deben dejar de mencionarse. Entre ellas, destaco una hipótesis básica y rigurosa, que parece obvia pero ha sido ignorada sistemáticamente: la ausencia de consensos a largo plazo. Según esta interpretación, en el largo plazo las naciones convergen hacia sus niveles potenciales de renta per cápita más por la estabilidad y coherencia de su sistema de economía política que por la abundancia de sus recursos. En otras palabras, a largo plazo la consistencia de las instituciones políticas y económicas tienen mayor peso para el desarrollo que la disponibilidad de recursos naturales.

En la historia argentina es posible correlacionar los períodos de crecimiento y desarrollo con la existencia de consensos a largo plazo sobre políticas públicas.

El programa de progreso a largo plazo pensado por la generación del 37, la generación de Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Gutiérrez, Mármol, entre otros, cuya vigencia se mantuvo sostenidamente desde el inicio de la presidencia de Mitre en 1862 hasta 1930, gozó de un extendido consenso explícito o tácito que permitió la modernización y el rápido desarrollo del país. El secreto de ese programa fue persistir durante varias generaciones en un núcleo de políticas públicas, lúcidamente concebidas para aprovechar el contexto internacional. La política inmigratoria, la prioridad otorgada a la educación, el fomento de las inversiones, la ocupación efectiva del territorio y su integración a la nación, el respeto de los contratos y compromisos externos, la presencia del Estado como activo impulsor de obras públicas de gran envergadura, son ejemplos de políticas de Estado sostenidas por todos los gobiernos. Los argentinos creían en un proyecto de vida futura que no se resentía por innumerables que fueran las discrepancias de los actores políticos y sociales sobre tal o cual aspecto del programa. Los argentinos compartían un destino común y se sentían confiados en el fruto de su esfuerzo.

Esos magníficos consensos se perdieron a partir de la Segunda Guerra Mundial y no se volvieron a recuperar. Las recurrentes crisis económicas sufridas desde entonces se asocian con la pendularidad permanente y con el intento de cada gobierno de refundar desde cero a la Argentina. En consecuencia, la misión presente de la política es acordar y llevar adelante reformas que no se modifiquen con cada cambio de gobierno.

Ha llegado la hora de las reformas estructurales, tantas veces diagnosticadas y siempre postergadas, si es que deseamos recuperar el futuro. Por fortuna, la sociedad ha madurado luego de tantos fracasos y hoy acepta que son imprescindibles un buen número de reformas para cambiar el destino argentino. Puestos en la necesidad de elegir, las reformas profundas deberán iniciarse en dos campos principales: la reforma del Estado y la reforma para generar trabajo. La reforma del Estado se deberá encarar bajo un paradigma de presupuesto base cero, donde cada partida se deberá justificar para adelante sin tomar en cuenta su existencia en presupuestos anteriores. La reforma pro empleo deberá partir de un par de premisas básicas: facilitar la incorporación de trabajadores a quienes invierten y generan empleo y que todos los planes sociales pasen a ser temporarios y con un plazo acotado. Ambas reformas deben ser simultáneas para modificar de raíz las expectativas sobre el futuro y proporcionar un fuerte incentivo para facilitar la inserción laboral en el sector privado de quienes se desempeñan en el Estado, de quienes están en la informalidad y de aquellos que reciben planes de ayuda.

Repetir los errores del pasado nos conducirá a nuevas frustraciones y a que nuestros hijos se sigan yendo masivamente del país. Por una vez, la clase política deberá intentar algo distinto, en sintonía con lo que han hecho las naciones que progresan. La Argentina necesita recuperar su futuro. La sociedad lo reclama. El verdadero dilema argentino es estanflación o reformas.

Publicado en La Nación
https://www.lanacion.com.ar/opinion/una-eleccion-de-futuro-estanflacion-o-reformas-nid21052022/