
En las últimas décadas el crecimiento económico de las democracias avanzadas y de las naciones en vías de desarrollo ha estado asociado a una creciente desigualdad social, medida como la ampliación de la brecha entre ricos y pobres. La teoría política se ha concentrado en analizar las causas de esta desigualdad. En la década del 80 se habló de la revolución conservadora (Reagan y Thatcher) como su causa directa, y en los 90, se la atribuyó al auge del neoliberalismo. Pero la verdad histórica es que ha transcurrido la primera década del siglo XXI y el crecimiento de la desigualdad ha continuado y abarca por igual a países de distintas culturas bajo gobiernos de todos los signos políticos.
No siempre fue así. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Occidente vivió su era de mayor democratización del crecimiento. Basado en un superlativo incremento de la productividad, que superó largamente al de la población, el Estado de Bienestar tuvo su apogeo hasta la crisis del petróleo en 1974 y refutó por completo la célebre profecía marxista sobre la creciente desigualdad social, que llevaría a la caída del capitalismo.
Hoy, ante la evidencia de la ampliación de la brecha entre ricos y pobres, intelectuales, políticos, ONG de todo tipo y extendidos movimientos de ciudadanos “indignados” culpan a un nuevo y temible azote: la globalización. Sin embargo, es declarada culpable sin pruebas claras sobre su responsabilidad. Y es que, bien entendida, la globalización se asimila en el orden de las naciones a la riqueza de las personas lograda en el seno de la sociedad abierta. Las mismas fuerzas e incentivos que a nivel nacional significaron el triunfo de la persona, de sus derechos políticos, morales y sociales, de su desarrollo económico, del progreso tecnológico o de la maravillosa prolongación de la vida, son las que están actuando en la arena internacional. También las naciones potencian sus posibilidades en una sociedad global diversa y pluralista. El problema es que esta realidad no es bien reconocida, porque la globalización se encuentra en una etapa de su desarrollo perfectamente comparable con la incipiente sociedad liberal que existía en el siglo XIX en naciones de avanzada, como Gran Bretaña y los Estados Unidos: la sociedad global está en pañales en términos de desarrollo y, por lógica consecuencia, ofrece flancos enormes para ser criticada.
La globalización ha tenido una de sus raíces fundamentales en una revolución de la tecnología sin precedentes por la rapidez de su expansión a escala mundial. Desde el ensamble multimedia hasta Internet, desde la robótica hasta la representación digital de la realidad, desde la biogenética hasta la nanotecnología, esta revolución introdujo las condiciones para la globalización, cuyo extraordinario dinamismo impulsó la consolidación de la democracia en la mayoría de las naciones, las megafusiones empresarias, la libre circulación de los flujos financieros y de capitales, la creación de zonas de libre comercio (incluida la remozada comunidad europea), la libertad de información, las redes sociales, entre otros fenómenos de alcance planetario. Y así surgieron inmensos mercados globales, aptos sólo para megatriunfadores. Esto explica que las estrellas de Hollywood, los astros del deporte, los escritores de best sellers o los CEO de multinacionales ganen sumas muy superiores a las que percibían sus pares hace 30 años: cuentan con espectadores globalizados. Pero a la par, la brecha entre ricos y pobres se ha ampliado.
La caída del imperio soviético relajó el pensamiento occidental y entonces no extraña la ausencia de ideas para enfrentar los desafíos de la globalización. Se podría confiar en que los gobiernos introduzcan políticas correctivas, pero la coordinación internacional necesaria luce poco probable en las actuales circunstancias. Otra posibilidad, ligada a las mejores tradiciones de Occidente, es imaginar un paradigma superador. En las naciones más avanzadas este paradigma debería partir de declarar que las condiciones de igualdad a nivel de las necesidades primarias del hombre están satisfechas. Y ello porque existe un subsuelo de “riqueza invisible”, es decir, un conjunto de bienes, técnicas, comodidades, adelantos sin costo (o con costo despreciable frente a los ingresos disponibles), acervos culturales y educativos con el que se cuenta como contamos con la tierra que pisamos, aunque no reparamos en ella. Frente a un reclamo de mayor igualdad económica, que se mueve en el plano de la riqueza material, una visión superadora y acorde al progreso moral y tecnológico y al subsuelo de riqueza invisible que ha alcanzado Occidente requiere postular un nuevo paradigma de riqueza de las personas, que explique e incluya el anterior desde un nivel más elevado.
El nuevo paradigma no existe todavía, pero a diferencia del callejón sin salida a que ha conducido el consumismo actual, cambia radicalmente el enfoque. No se preocupa más por la igualdad económica, ya que define que en las naciones desarrolladas la igualdad a nivel de las necesidades básicas está resuelta. El ciudadano de una nación europea tiene acceso a su alimentación, vivienda, salud, educación, libertad personal y política, y otros etcéteras que conforman su bagaje mínimo en la vida: a este nivel de necesidades de bienes y servicios, y de derechos y libertades, ese ciudadano, esos hombres y mujeres, son iguales. Siguiendo este ejemplo, la democracia liberal ha cumplido su magna faena y ha igualado a las gentes de Europa, Estados Unidos y otras naciones desarrolladas en un maravilloso proceso de derramamiento de riqueza y bienestar sin parangón en la historia. Justo por ello, se da por cumplida esta etapa y se busca adelantar un paso: con necesidades primarias satisfechas es posible apuntar a un paradigma de la riqueza de las personas, que reemplace al paradigma de la riqueza medida por factores materiales.
En la sociedad abierta, cada persona tuvo a su disposición oportunidades inéditas, tanto en el plano de los bienes materiales cuanto en el ámbito de la vida espiritual. Pero la dedicación obsesiva al progreso material atentó contra las esencias más elevadas del hombre, y la sociedad abierta se transformó en una selva competitiva en la cual el único patrón de comparación fue el bienestar material. La riqueza fue entendida en nuestra civilización como riqueza económica y ése fue el rígido metro de comparación de calidad de vida entre personas. No extrañó, entonces, que la filosofía crítica descalificara a esta renuncia del espíritu humano con el certero apotegma de consumismo.
En la era de la globalización, el paradigma buscado, que no es utópico porque se afinca en las trayectorias posibles para las próximas décadas, anuncia que seres humanos únicos y diferentes desean vivir vidas únicas y diferentes.
Al tener asegurada la igualdad económica básica, cada persona queda en franquía para buscar su plenitud y desaparece la posibilidad de comparar qué vida es mejor: comparar la vida de personas únicas y diferentes pierde por completo su sentido. La ética se personalizará. De la desigualdad profunda de la Antigüedad a la igualdad moderna hemos cumplido un gigantesco proceso de avance moral y material. El patrón de medida de la plenitud de una vida no se medirá en los nuevos tiempos según nuestro ingreso económico o por los bienes y servicios que tenemos o consumimos. No habrá un patrón de medida que nos compare de acuerdo con cuáles sean nuestros triunfos sociales porque todos serán triunfos para cada persona única y diferente, que los perseguirá según sus íntimas preferencias.
El paradigma buscado, un personalismo para el siglo XXI, proclama que personas únicas y diferentes deben tener vidas únicas y diferentes. Incomparables. No se merecen menos que eso. Lograda la igualdad económica en el plano de las necesidades primarias, la igualdad de las personas es una palabra que habrá que desterrar del diccionario de la ética como fue desterrada la esclavitud: superada por nuevos criterios éticos y posibilidades de riqueza.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/miradas/un-personalismo-para-el-siglo-xxi-nid1426975