Los patriotas que hicieron la Revolución de Mayo creían en una vida mejor con la fe de los santos. Todo estaba por hacerse, pero nunca dudaron del destino de grandeza que le aguardaba a la joven nación. A la vanguardia del futuro deseado, Moreno fue el estadista mayor en los atribulados tiempos en que nació la patria. Soñó antes que nadie, y por todos nosotros, una Argentina de progreso y democracia. Vivió en la difícil hora en que las Provincias Unidas se desperezaron de la modorra colonial y tuvieron que afrontar la autonomía de gobierno sin la contención de instituciones adecuadas. Desde la Primera Junta hasta la Constitución de 1853, todo se tuvo que inventar en la Argentina. Por su empuje y su pasión, en menos de un año se logró que el reemplazo del virrey Cisneros por la Primera Junta se convirtiera en la Revolución de Mayo, un acontecimiento histórico irreductible a aquel acto. Por la obra de Moreno se comenzaron a forjar los ideales de Mayo.

La guerra por la independencia y las luchas civiles demoraron la consolidación de los ideales de Mayo y se debió esperar a que la generación de 1837, la más brillante de nuestra historia, con Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez y Mitre en primera fila, los retomaran para forjar un proyecto de país basado en sus principios.

“Echeverría fue el albacea del pensamiento de Mayo”, supo escribir con sobrada razón Alfredo Palacios, con lo que reivindicó a una figura injustamente olvidada. Y es que a Echeverría debemos la síntesis perfecta que creó la Argentina moderna, “la fórmula única, definitiva, fundamental de nuestra existencia como pueblo libre: Mayo, progreso, democracia”. En este lema se condensa la historia argentina. Esa es su esencia. Los ideales de Mayo, progreso y democracia son nuestra verdad revelada.

En la redacción del Dogma de Mayo fue crucial la meta de superar la contrarrevolución rosista y retornar a los principios de Moreno. Escribe Echeverría: “La palabra «progreso» no se había explicado entre nosotros. Pocos sospechaban que el progreso es la ley de desarrollo y el fin necesario de toda sociedad libre, y que Mayo fue la primera y grandiosa manifestación de que la sociedad argentina quería entrar en las vías del progreso”. Echeverría repite las consignas sobre el progreso de Sarmiento y Alberdi, pero su verdadero aporte diferencial radica en el modo que lo combina con el desarrollo de la democracia.

Una frase resume impecablemente su visión: “El problema fundamental del porvenir de la nación argentina fue puesto por Mayo. La condición para resolverlo en tiempo es el progreso. Los medios están en la democracia, hija primogénita de Mayo”. Echeverría nos lega, entonces, a los argentinos una receta infalible: para progresar debíamos construir una sociedad democrática.

La organización del país, el fomento de la inmigración, el bienestar material, la educación como misión, el institucionalismo argentino, en suma, eran valores occidentales brillantemente adaptados a nuestras características y posibilidades, pero sólo alcanzarían su plenitud bajo el cálido cobijo de la democracia.

Lo que sucedió después fue el cumplimiento desigual de los ideales de Mayo. Para la época del Centenario, el ideal del Progreso se había cumplido con creces, alumbrando la grandeza argentina. En lo hechos se concretó en un programa revolucionario de seguridad jurídica, educación, inmigración e inserción en el mundo. La magna obra de la generación del 37 fue concebir una original filosofía del ser argentino, para luego transfigurar la realidad de nuestro pueblo y fraguar la Argentina moderna. Primero, fue el pensamiento y luego, la realidad. Pero en paralelo, la infidelidad al principio democrático de Mayo, que iniciaron los gobiernos conservadores en el siglo XIX y apañaron civiles y militares a partir del golpe de 1930, fue el hecho de mayor gravedad social y política de la historia argentina. En una interpretación a la altura del siglo XXI, la pobre institucionalización del país, que fue la consecuencia inevitable de esa infidelidad, ha de ser denunciada enérgicamente.

Los argentinos tenemos que volver del exilio de nosotros mismos.

Por haber sido lo que fuimos y ser lo que somos, la Argentina nos duele. Nos duele profundamente porque evocamos la patria grande que era pensamiento puro hecho realidad, una revolución de futuro abierta a los hombres de buena voluntad que tradujo en prosperidad y cultura el mandato de la geografía pampeana. Y en la comparación, perdemos.

Hoy estamos mutilados. No tenemos ojos mejores para ver la patria. Entre todos nos encargamos de echar por tierra las Américas de millones de inmigrantes que cruzaron el océano atraídos por la esperanza de una vida mejor, que la tuvieron, que educaron a sus hijos y ascendieron socialmente por su exclusivo esfuerzo, por honrar el trabajo honesto. Nos sentimos mal, faltos de compasión, miserables, sin perdón posible por la desgracia que les trajimos a tantos hombres y mujeres de carne y hueso, olvidando los principios de una nación que supo ser generosa y que más tarde ingresó en una espiral descendente, en un círculo vicioso y autodestructivo de discordia, que no ha sido fácil comprender, por la deserción de las ideas fundacionales de Mayo, que signó a las clases dirigentes argentinas.

Si pudiéramos contagiarnos del optimismo que movía a los patriotas que hicieron la revolución y a los que conmemoraron con orgullo el Centenario; si por una vocación expresa de mirar al futuro preferimos capitalizar la funesta secuela de pérdidas que nos asolaron desde 1930, antes que lamentarnos por el tiempo dilapidado, el siglo XX argentino y la primera década del XXI podrían ser reconocidos como el tiempo en que los argentinos realizamos un extraordinario aprendizaje histórico: a fuerza de experimentar fracasos y sufrir en carne propia padecimientos injustificados a la luz de nuestras trayectorias posibles, hemos aprendido que las decisiones equivocadas en materia política equivalen a crueles retrocesos y a condenar a millones de argentinos a niveles de pobreza que nuestros mayores del Centenario no hubieran creído que se podrían verificar en las ricas tierras de nuestro país.

Estamos viviendo las vísperas del bicentenario de Mayo, pero ni siquiera el aniversario del acontecimiento más trascendente de nuestra historia tiene la fuerza moral suficiente para convocar a los argentinos a salir del fango de la discordia.

Es el precio que se paga en las épocas de transición, en que lo perimido y el autoritarismo se resisten a morir y el futuro todavía no se vislumbra majestuoso en el horizonte, como una aurora pampeana inminente, que las nieblas del poder extraviado vanamente tratan de ocultar.

Pero está amaneciendo y nada podrá detener la luz que se derrama sobre todos los puntos cardinales de la Argentina. Nuestro drama es que habíamos olvidado los ideales de Mayo. Ahora ha llegado la hora de recuperarlos. 

Publicado en La Nación
https://www.lanacion.com.ar/opinion/los-ideales-de-mayo-nid1266930