En 1910, la ola de prosperidad que vivía el país estaba en su apogeo. Los tres poderes de la República funcionaban de acuerdo con la Constitución de 1853, pero la democracia era un ideal de la Revolución de Mayo que permanecía incumplido, por la práctica del fraude electoral. En realidad, el régimen conservador utilizaba maniobras electorales fraudulentas para dirimir cargos en que se enfrentaban sus líneas internas, ya que el radicalismo mantenía la abstención hasta tanto no se garantizaran comicios libres y democráticos. De este modo, las autoridades de los poderes Ejecutivo y Legislativo arrastraban vicios de legitimidad de origen que deben ser severamente criticados, pero no suele recordarse que estaban en línea con las prácticas vigentes en las naciones más avanzadas. Baste con decir que en Inglaterra, cuna del liberalismo moderno, el sufragio democrático avanzó con parsimonia en el siglo XIX y, tras varias reformas parciales, sólo en 1918 se lo universalizó para los varones mayores de 21 años.

En el caso argentino, el extraordinario progreso encubría la falta de participación democrática del pueblo, lo que postergaba los conflictos. Pero a medida que la modernización de la sociedad se producía aceleradamente, los conservadores más lúcidos creyeron que era necesario reformar las leyes electorales. En 1910, el proyecto reformista que culminaría con la sanción de la ley Sáenz Peña (en 1912), de sufragio libre y secreto, estaba representado por el presidente José Figueroa Alcorta, que presidió los días de júbilo del Centenario y encarna todas las luces y sombras del régimen político que gobernaba el país desde la presidencia de Mitre, en 1862.

Nacido en la ciudad de Córdoba, Figueroa Alcorta desarrolló una prolífica carrera que lo llevó a ser el único político argentino que estuvo a cargo de los tres poderes del Estado: en su carácter de vicepresidente en la fórmula que integró con Manuel Quintana, presidió el Senado; fue presidente entre 1906 y 1910, por el fallecimiento de este último, y fue presidente de la Corte Suprema de Justicia desde 1929 hasta su muerte, el 27 de diciembre de 1931. En una escena que seguía siendo dominada por Roca, y desprovisto de todo apoyo partidario, para imponerse tomó medidas drásticas que incluso llegaron al cierre del Congreso en enero, en 1908, cuando la oposición trababa todas sus iniciativas.

Esta actitud autoritaria tuvo el apoyo de la opinión pública, pero constituyó un antecedente muy negativo para el funcionamiento de las instituciones. Al igual que lo sería la convalidación del golpe de Uriburu en 1930 por parte de la Corte Suprema, durante su presidencia. Por su lado positivo, Figueroa Alcorta fue una figura principal en la transición de la república conservadora del fraude electoral a la república democrática que inauguró la presidencia de Yrigoyen en 1916; por su lado negativo, fue quien se atrevió a clausurar el Congreso e inició la tolerancia de la Corte Suprema hacia los gobiernos de facto.

A pesar de que diputados y senadores no eran elegidos en elecciones democráticas, el Congreso del Centenario era un Congreso de notables. Las mejores figuras del país formaban parte de ambas cámaras, con un altísimo sentido de servicio al país. Los debates eran de elevada calidad intelectual y política, y la transparencia de sus miembros era indudable. El concepto de probidad republicana era la norma de conducta.

De igual modo, los funcionarios del Estado se desempeñaban con honestidad y decoro. Apenas ocho ministerios bastaban para la administración del país, porque en aquellos días se hablaba más de administración que de gobierno. Habrá que llegar a la década del 30, cuando los propios conservadores iniciaron la intervención en la economía, para que aparezcan los primeros escándalos de corrupción. Y es que, desde entonces, un estatismo parasitario y mal entendido, muy alejado de lo que es un Estado moderno en los países avanzados, tendría un doble efecto pernicioso: ahogaría la iniciativa privada, lo que produciría la decadencia argentina, y alentaría la hidra del peculado, un monstruo de siete cabezas que se reproduce sin cesar y que ha forjado en los ciudadanos la creencia de que, salvo honrosas excepciones, Estado y corrupción son sinónimos.

Por su parte, la Corte Suprema de Justicia de 1863 a 1930 mantuvo una conducta intachable y permanente en defensa de los principios constitucionales. Gozaba de un elevado prestigio social, al igual que todo el Poder Judicial. En el Centenario, a ningún argentino se le hubiera ocurrido sospechar de la independencia de los jueces. Antonio Bermejo, custodio insobornable de los derechos y garantías de los ciudadanos, fue su máximo referente desde 1903 hasta su muerte, en 1929. Más tarde, también la Corte sería cómplice del abandono progresivo de los principios constitucionales. Quizá porque olvidó un principio rector que Antonio Bermejo siempre sostuvo a través de sus fallos: las garantías constitucionales no ceden ante las conveniencias políticas. 

Publicado en La Nación
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