El pequeño cuerpo de Gerardo tenía atadas las manos y los pies con piolines. En el cuello tenía también otro piolín, con el cual el malhechor dio 13 vueltas con el propósito de matar por estrangulación. Además, presentaba una herida en el parietal izquierdo producida por un clavo de 4 pulgadas.” Así describía un matutino porteño el espeluznante crimen de Gerardo Giordano, de tres años, perpetrado el 3 de diciembre de 1912 por Cayetano Santos Godino, tristemente conocido como el “Petiso Orejudo”. Godino fue el primer asesino en serie de la ciudad de Buenos Aires. Cuando apenas tenía nueve años, inició su macabra historia, estrangulando a una beba de 18 meses, el primero de una serie de cuatro asesinatos, siete intentos más, frustrados (todos de menores), y un número similar de incendios. La terrible historia del “Petiso Orejudo” mostraba el lado extremo de la delincuencia juvenil, un fenómeno social que los estudiosos de la época asociaban al enorme flujo inmigratorio iniciado en las décadas finales del siglo XIX. La gran mayoría de los recién llegados tenían firmes hábitos de trabajo y familiares, pero también estaban los que no podían escapar de la dura vida en los conventillos y condenaban a sus hijos a ser menores vagabundos, sin educación ni posibilidades de trabajo. Los números son elocuentes: en el censo de 1914, de 1.757.814 habitantes de Buenos Aires, el 41% tenía menos de veinte años.

Previendo esa situación, en 1887, el mismo año en que se sancionó el Código Penal, prestigiosas figuras del positivismo argentino -Francisco y José María Ramos Mejía, Rodolfo Rivarola, José Nicolás Matienzo, Luis María Drago, Norberto y Antonio Piñero- fundaron la Sociedad de Antropología Jurídica, considerada la primera del mundo, junto con la rusa, consagrada al estudio del delincuente. En 1898 apareció la publicación Criminología Moderna , para difundir las ideas positivistas sobre el estudio del delito. La criminología positivista bregaba por la introducción de la pena condicional, la sentencia indeterminada, un tratamiento especial de la reincidencia y de los menores. Fomentaba la educación y el trabajo como sistema organizador de la terapéutica carcelaria. De allí que propusieran un amplio plan de reformas carcelarias para que pasaran de depósitos de condenados a clínicas criminológicas, para modificar sus conductas antisociales y delictivas. Los positivistas influyeron en la administración carcelaria entre 1890 y 1920.

Sobre estos principios, en 1904 se reorganizó el Reformatorio de Marcos Paz como instituto educacional de menores varones abandonados, rebeldes y condenados por delitos, a iniciativa del ministro de Justicia e Instrucción Pública, Joaquín V. González. En marzo de 1905, se crea la Oficina Médico-Legal en ese instituto. A la Argentina le correspondió el honor de organizar los primeros estudios psicológicos del niño delincuente o abandonado en América. Estas iniciativas, que privilegiaban la prevención y rehabilitación, culminarían con la sanción de la ley 10.903, en 1919, que creaba el Patronato de Menores, contemporánea de las leyes más avanzadas de Europa y los EE.UU.

La Penitenciaría Nacional constituyó otro ejemplo del nuevo enfoque. Inaugurada en 1877, más de 300 presos que saturaban los calabozos del Cabildo fueron trasladados al penal. Para el Centenario, era la sede de la criminología positivista. En 1907, Figueroa Alcorta nombró a José Ingenieros director del recientemente creado Instituto de Criminología, que funcionaba en la prisión. Construida conforme al modelo panóptico de Bentham, con largos pabellones de dos pisos que confluían en una garita central desde donde el guardia podía observar las celdas, era un edificio de 22.000 metros cuadrados, con aspecto de castillo medieval, que albergaba a alrededor de 900 reclusos bajo el control de 200 empleados.

Funcionaban 23 talleres (de imprenta, carpintería, herrería, sastrería, zapatería, talabartería, panadería, albañilería, plomería, pinturería, etc.) organizados como en la vida real, con maestros, oficiales y aprendices, que les daban la imagen de una gran fábrica. Estaban obligados a trabajar de ocho a diez horas y recibían un salario por su trabajo. También recibían beneficios de orden físico, moral e intelectual, como mayor frecuencia de visitas, posibilidad de usar bigote, hacer ejercicios físicos o no llevar número, y hasta la promesa de reducir la pena. Además, los internados recibían instrucción escolar y moral. El penal fue demolido en 1962, y en su predio se construyó la actual plaza Las Heras.

Paralelamente al camino reformista que proponían los positivistas, que se sabía más lento y de largo plazo, el Congreso sancionaba normas para combatir a los elementos antisociales. Durante su jefatura, Ramón Falcón (1906-1909) llevó adelante una amplia reforma de la policía de la ciudad, con el objetivo de profesionalizarla. Creó la Escuela de Cadetes para una mejor formación de los cuadros; impulsó la modernización del equipamiento; incrementó los sueldos; impulsó amplias mejoras edilicias (que llevarían a la inauguración del Cuartel Central en 1914); modificó el régimen jubilatorio y el de cuidado de la salud. A tono con la profusión de obras públicas de la época, entre 1882 y 1910 se crearon en todo el país más de 20 cárceles, al igual que varios servicios especiales de carácter policial y otros para delincuentes con trastornos mentales.

La nación del Centenario se preocupaba por la rehabilitación de los delincuentes, pero ello no era incompatible con combatir el delito y brindar la mejor seguridad a los ciudadanos: el “Petiso Orejudo” fue condenado a cadena perpetua y murió en prisión en 1944; en aquellos días, la Justicia sabía ser severa, y las penas se cumplían. 

Publicado en La Nación
https://www.lanacion.com.ar/opinion/de-1910-a-2010-nid1257550