Para los espíritus impresionables, era un augurio de tiempos sombríos. Los más esclarecidos sabían que se trataba de un fenómeno cósmico perfectamente explicado, pero, aun así, esperaban con inquietud, al llegar mayo de 1910, que el paso del cometa Halley entre la Tierra de la Luna no produjera las catástrofes naturales que tantos agoreros predecían.

Puede parecer cruel, pero no les preocupaba tanto que una variopinta rastra de astrólogos charlatanes estuvieran provocando, sólo en Buenos Aires, el suicidio de docenas de hombres y mujeres, espantados ante la llegada del fin del mundo, como que la visión apocalíptica de la cola de fuego del cometa empañara los festejos del primer Centenario.

¡Justo ese día 18, en el que se iniciaba la Semana de Mayo, el cometa se encontraría en el punto más cercano a la Tierra!

Sin embargo, el mundo no se acabó, y el cometa Halley sólo sumó su estela de fuegos artificiales a la conmemoración más fastuosa que recuerdan los argentinos. El cometa se sumó plenamente al festejo y actuó, de esa manera, como el augurio de una utopía cumplida y de un tiempo futuro brillante para la nación argentina.

Era bastante previsible que la sensación de plenitud por los cien años de la historia patria que colmaba a la elite dirigente, instalada en sus majestuosos palacios afrancesados, contagiara a los cultos y orgullosos porteños que acompañaban su proyecto de país, pero menos esperable era que el consenso sobre los logros alcanzados se repitiera en los conventillos hacinados de inmigrantes, en el corazón contestatario de los anarquistas y hasta en los cirujas del Barrio de las Ranas, la primera villa de emergencia de la ciudad, construida sobre los terrenos donde se hacía la quema de la basura en Parque Patricios.

Los porteños vivían en la creencia de que entre todos estaban fraguando la Euroamérica del Sur, una nación de raíz irreductiblemente latina, que era fecundo territorio de encuentro entre la vieja civilización europea y la joven savia de la cultura sudamericana.

Los contrastes estaban a la vista, pero en la rebosante vitalidad de la sociedad del Centenario la mirada estaba puesta en el progreso, que prometía un grado de movilidad social desconocido en Europa y en otras regiones de Hispanoamérica.

Millones de ciudadanos no podían elegir aún a sus autoridades mediante el sufragio universal y secreto, pero igual decidían quedarse a vivir en la joven nación del Plata, para formar sus familias y perseguir sus sueños.

Previsoramente, la primera Comisión de Homenaje al Centenario había sido creada cuatro años antes, en 1906, pero debido al enfrentamiento del presidente Figueroa Alcorta con el Congreso, sólo en agosto de 1908 el Poder Ejecutivo pudo enviar un proyecto de ley para la conmemoración del Centenario, sancionado en febrero de 1909.

El proyecto era tan ambicioso como el espíritu argentino de esa hora, e incluía una larga lista de construcciones y eventos, cuyo fin primordial era presentar en la sociedad internacional a la pujante nación del Plata. En esa actualidad de éxitos, Buenos Aires se sabía la joya más preciada y buscaba ser reconocida como la París de América del Sur.

En el proyecto, la pasión por las estatuas alcanzó su máxima expresión. En la entrada del puerto, se proyectaba erigir una estatua con la imagen de la República a semejanza de la estatua de la Libertad de Nueva York (que más tarde fue descartada, seguramente por el lecho poco apropiado del río), un monumento a la Revolución en la Plaza de Mayo, otro consagrado al Congreso de Tucumán y a la Asamblea del Año XIII en la Plaza del Congreso, una estatua para cada miembro de la Primera Junta y otra para Vieytes, Rodríguez Peña, French y Beruti. En la plaza San Martín se alzaría un monumento a los ejércitos de la independencia y otro en Martín García, en homenaje a la marina de guerra.

En la nota del próximo jueves, comprobaremos que la cosecha de nuevos e imponentes edificios parecía contagiada por la fertilidad de la pampa. Y veremos que mientras en el Centenario construíamos edificios monumentales, un siglo más tarde a duras penas somos capaces de restaurar unos pocos de ellos.

Publicado en La Nación
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