El Telégrafo Mercantil fue fundado el 1 de abril de 1801 por Francisco Cabello y Mesa bajo el impulso de Manuel Belgrano, secretario del Consulado. Fue el primer períodico del Río de la Plata y a pesar de su corta vida (es clausurado en octubre de 1802 por orden del Virrey del Pino), significó una conribución decisiva a la difusión de las ideas de la Ilustración. El mismo Belgrano nos confiesa en su autobiografía: “Se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad”, que condensa el ideario ilustrado del que es pionero. En su edición inaugural se afirmaba: “fúndense aquí nuevas escuelas, donde para siempre cesen aquellas voces bárbaras del escolasticismo, que aunque expresivas en los conceptos, ofuscaban y muy poco o nada transmitían las ideas del verdadero filósofo”. En esta frase se resume el ideario de una generación que haría de la educación uno de los pilares de la Revolución.

El sistema educativo colonial era precario. Tras la Revolución de Mayo, la primera medida educacional adoptada por el Cabildo de Buenos Aires en octubre de 1810 resolvió inspeccionar las cuatro escuelas de primeras letras que funcionaban en la ciudad: San Carlos, La Piedad, El Socorro y Concepción. En 1812, durante el gobierno del Triunvirato, se crearon nuevas escuelas elementales en Monserrat, en los Corrales de Miserere y en el barrio de la Residencia (San Telmo). Para instalar estas últimas, se ocuparon habitaciones de los claustros conventuales pues, como dice el acuerdo del Cabildo, en ellos “había piezas sobradas para colocar las escuelas”. En la campaña sólo existía en 1810 la escuela de Luján, pero, a pesar de los pocos medios disponibles, se agregaron las de Morón, San Isidro, San José de Flores, San Fernando, Chascomús y Ensenada de Barragán.

Este desarrollo de la educación elemental llevó a unificar el gobierno de las escuelas de la ciudad y de la campaña. Para ello, el Cabildo resolvió en octubre de 1817 crear el cargo de Director General de Escuelas, designando al canónigo Saturnino Segurola. Su primera preocupación fue dictar reglamentos que fueron efectivos ya que regularizaron el funcionamiento de las escuelas que, hasta entonces, se habían desarrollado de acuerdo con la voluntad de cada maestro.

Durante los años de la Independencia, las escuelas de primeras letras conservaron las características de la época colonial. Sin embargo, en 1812 se produjo un cambio fundamental al imponerse a preceptores y alumnos actividades de exaltación patriótica, un antecedente indudable de los esfuerzos de nacionalización cultural de los inmigrantes que se impondría en las últimas décadas del siglo XIX: todos los días, al finalizar las actividades escolares, en las escuelas debía cantarse un himno patriótico y, un día por semana, maestros y alumnos tenían que concurrir a la Plaza de la Victoria y, alrededor de la Pirámide de Mayo, entonar los himnos de la Patria. Las anteriores Escuelas del Rey pasaron a llamarse Escuelas de la Patria.  

La Revolución también trajo aparejados cambios en el régimen disciplinario. La primera medida fue adoptada en octubre de 1813 por la Asamblea General Constituyente, que abolió el castigo de azotes en las escuelas, por considerarlo perjudicial, absurdo e impropio para niños que se educaban para ser ciudadanos libres.

La fuerte orientación a la enseñanza religiosa se mantuvo en los primeros años patrios. En 1813, Belgrano donó el premio que le otorgó el gobierno por sus victorias en las batallas de Tucumán y Salta para fundar cuatro escuelas en Tucumán, Santiago del Estero, Jujuy y Tarija. En el Reglamento para su funcionamiento, redactado por él, se establecía en su art. 9 que “todos los días asistirán los jóvenes a misa conducidos por su maestro; al concluirse la escuela por la tarde rezarán las letanías a la Virgen, teniendo por patrona a Nuestra Señora de las Mercedes. El sábado a la tarde le rezarán un tercio de rosario”. En el mismo Reglamento, nos informamos que “se entrará en la escuela desde el mes de octubre hasta el de marzo, a la siete por la mañana, para salir a las diez, y a las tres de la tarde para salir a las seis; y desde el mes de abril hasta el de septiembre, a las ocho de la mañana, para salir a las once, y a las dos de la tarde para salir a las cinco”.

El cargo de maestro de escuela desde la época del Virreinato implicaba no sólo el deber de enseñar bajo los lineamientos ordenados por el Cabildo, sino la administración completa del edificio y la organización escolar, que solía estar constituida en el mismo domicilio asignado o alquilado para el maestro y su familia. En los documentos de la época se lee indistintamente maestro, preceptor o director. Desde la época del Virreinato el procedimiento de elección de maestro consistía en concursos de oposición, disposición que no fue modificada por los primeros gobiernos autónomos. En general, el concurso de oposición se realizaba cuando, estando un cargo vacante, se presentaba un candidato para la dirección de una escuela. Ante esta circunstancia, el Cabildo mandaba fijar carteles para llamar a concurso en el término de quince días. La comisión para la evaluación de los candidatos era conformada por docentes en ejercicio de amplio reconocimiento por parte de la comunidad.

La enseñanza elemental del Estado comprendía la lectura y escritura y las cuatro operaciones básicas de matemática, así como catequesis. En general, los padres pagaban por niño un salario al maestro, que recibía también compensación económica por parte del Cabildo en concepto de la educación de niños pobres cuyos padres no podían pagar. También recibía el maestro otra compensación económica por parte de la Iglesia Católica.

Fuera de la enseñanza elemental directamente a cargo del Cabildo, existían escuelas privadas a cargo directamente de sus maestros, cuya instalación era sólo permitida bajo su expresa autorización. Como en la normativa actual, se identificaba a todas las escuelas como públicas, siendo de fondos privados o provenientes su sostén del erario del Estado.

En el Correo de Comercio del 17 de marzo de 1810, Belgrano publica un artículo, titulado Educación, que no tiene desperdicio. Uno de sus párrafos salientes contiene una extraordinaria profesión de fe en las instituciones educativas para superar la ignorancia: “¿cómo se quiere que los hombres tengan amor al trabajo, que las costumbres sean arregladas, que haya copia de ciudadanos honrados, que las virtudes ahuyenten los vicios y que el gobierno reciba el fruto de sus cuidados, si no hay enseñanza, y si la ignorancia va pasando de generación en generación con mayores y más grandes aumentos?”.

La educación es una misión fundacional de las Provincias Unidas. Afincar la paideia argentina en el centro de las preocupaciones patrias ha sido el impulso constante de los hombres y mujeres que nos legaron la Independencia, y entre ellos, Belgrano se sitúa como el adelantado ilustre de Moreno, Rivadavia, Echeverría y de la Generación del 37 con Sarmiento a la cabeza.

Publicado en La Prensa