
La Argentina vive en un eterno retorno de ideas equivocadas. En el siglo XXI, la palabra ideología no tiene buena prensa, pero quienes estudien el pasado con seriedad comprobarán que los grandes movimientos sociales de progreso siempre han venido precedidos de una fecunda elaboración intelectual. La Argentina no es una excepción a esta regla de oro: sin la ideología de la generación del 37, apoyada en pensadores y obras sobresalientes, no existiría la Argentina moderna. ¿Por qué entonces no hemos acertado en las últimas décadas a sumarnos a las ideas que han construido la prosperidad de las naciones?
Si estuviéramos solos en el planeta, podríamos atribuir nuestro fracaso a la dificultad de descubrir las verdades que hacen posible la prosperidad por nuestros propios medios. Pero no es así. Las verdades que necesitamos están presentes en Occidente y se han extendido hasta constituir la base del progreso de naciones de todas las razas y latitudes. Occidente es oposición a toda forma de absolutismo, dictadura o totalitarismo. Occidente es sinónimo de respeto a la ley y a la propiedad, de libertad e igualdad política, de división de poderes y de justicia independiente, de defensa irrestricta de los derechos del hombre, de neutralidad moral y religiosa, de investigación científica, de diversidad cultural y artística. ¿Quiénes de nosotros no coincidiríamos con estas verdades, reflejadas en el Preámbulo de nuestra Constitución? Pero Occidente también es sinónimo de Revolución Industrial y de la información, de capitalismo basado en la competencia y la innovación, del desarrollo del mercado de capitales que canaliza el ahorro hacia fuentes de producción y empleo, de economías basadas en el equilibrio del presupuesto y no en la emisión inflacionaria, cuyo fruto maduro es el Estado de Bienestar, que produjo la mayor ola de prosperidad de la historia. Enamorados del fracaso, los argentinos desechamos estas ideas y abrazamos recetas populistas que nos condujeron a una decadencia sin antecedentes en la historia del siglo XX.
En las elecciones del año pasado, los ciudadanos argentinos ungieron en la presidencia a Mauricio Macri con el mandato de dejar atrás el error que significó el kirchnerismo e iniciar un cambio en la dirección de las ideas que alumbraron la grandeza argentina del Centenario y el progreso de Occidente. En los primeros cien días de gobierno, una coalición de fuerzas políticas de distinto signo político con el liderazgo de Macri asumió el desafío de hacerse cargo de la herencia del kirchnerismo, recuperar los valores del esfuerzo, el mérito y la educación, y tomar las medidas para volver al camino del desarrollo y la equidad.
Sin embargo, rápidamente los fantasmas del pasado reaparecieron en la escena nacional. Con la falsa bandera de defender el empleo, el peronismo, y en especial su rama sindical, la que siempre encabeza su resurgimiento luego de una derrota política, se apresuró a arrinconar al gobierno con un proyecto de cepo laboral cuyo destino es el mismo triste destino de todos los cepos que se han practicado en el país: producir peores males que los que pretende corregir. El cepo cambiario es una experiencia reciente de fracaso absoluto que debería hacerle recordar al peronismo que las restricciones que establecen estas medidas afectan el nivel de vida de los argentinos. El cepo cambiario nos dejó sin reservas y sin inversiones, como el cepo de la ley de alquileres nos dejó sin viviendas, el cepo del control de precios provocó desabastecimiento, mientras que el cepo de la apertura al mundo nos trajo productos caros y de inferior calidad en perjuicio de los ciudadanos. De un modo más dramático, el cepo a la democracia y el cepo a la libertad de prensa incubaron dictaduras y permitieron la violación sistemática de los derechos humanos. Ahora se nos quiere hacer creer que el cepo laboral es una medida eficaz para promover el empleo, cuando deberíamos haber aprendido que estas formas de cepos son el fruto perverso de un cepo de naturaleza superior: el ideológico.
El cepo ideológico impuesto a los valores e ideas de modernidad es la causa de la pobreza y desigualdad de millones de argentinos. El cepo ideológico que hoy tratamos de abolir para liberarnos de la más abyecta esclavitud del pensamiento ha sido y es sinónimo de decadencia. En las próximas semanas, las presiones de la vieja Argentina de los cepos y los relatos obsoletos pondrán a prueba las convicciones del presidente Macri para defender un cambio sustancial del rumbo argentino. Si persevera y hace oídos sordos a los cantos de sirena del pasado, el futuro de prosperidad por el que trabajaron tan duro nuestros mayores será una realidad en la tierra de los argentinos.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/salir-del-cepo-ideologico-nid1902372