
Una de las reflexiones más lúcidas sobre educación y democracia se la debemos al filósofo y pedagogo norteamericano John Dewey (1859-1952). Hacia finales del siglo XIX, la educación se regía por métodos tradicionales, orientados a una instrucción autoritaria que no incentivaba la participación y el interés de los niños. Según Dewey, la educación de su época no ayudaba a los estudiantes a desarrollar sus talentos y vocaciones para su plena realización personal. Consideraba, además, que se enfocaba en el éxito del individuo y no promovía el sentido de pertenencia a una comunidad.
Para superar esa visión restringida, relacionó la educación con su filosofía del pragmatismo, que impulsaba la unidad entre la teoría y la práctica, atendía los problemas reales y se oponía al racionalismo dogmático. En su obra señera, Democracia y educación (1916), escribe: “Si estamos dispuestos a concebir la educación como el proceso de formar disposiciones fundamentales, intelectuales y emocionales respecto de la naturaleza y los hombres, la filosofía puede definirse como la teoría general de la educación”. Y agrega que, a menos que una filosofía sea para unos pocos, o un mero dogma arbitrario, su programa de valores debe influir en la conducta de los hombres.
Aplicando esta premisa pragmática, Dewey afirmó que una sociedad democrática está más interesada que otras en organizar una educación deliberada y sistemática para promoverla. Para el filósofo de Vermont, “una democracia es más que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada juntamente”. Por tanto, su objetivo como reformador educativo será transformar las escuelas en instrumentos de efectiva democratización de la sociedad. La educación debía ser una vía fundamental del progreso, en el que el maestro no solo educa individuos, sino que contribuye a formar una vida social justa. Las críticas de Dewey a la escuela tradicional dieron lugar a la propuesta de una nueva forma de escuela, cuya finalidad estaba encaminada a la formación de ciudadanos aptos para la vida en democracia.
Para hacer realidad sus ideas, en 1896 Dewey abrió su escuela experimental en la Universidad de Chicago, donde implementó la interacción entre teoría y práctica en los procesos de aprendizaje y la escuela como el ámbito principal para fortalecer hábitos democráticos. Según Dewey, en su escuela las personas se realizaban desarrollando sus talentos a fin de contribuir al bienestar de su comunidad.
Esta visión de la escuela al servicio de cultivar valores democráticos no es ajena entre nosotros. Escribe Esteban Echeverría en el Dogma socialista (1838): “Necesitamos una reforma radical en nuestras costumbres: tal será la obra de la educación y las leyes”. En Mayo y la enseñanza popular en el Plata (1844) reconoce que la democracia no se impuso “porque un pueblo no se transforma de un soplo, no cambia de hábitos, sino después de una larga y laboriosa educación”. Y agrega que el pueblo se extravió porque no lo educaron para la democracia. En su Manual de enseñanza moral (1844) sostendrá que la educación popular no tiene otro fin que iniciar la transformación gradual de un pueblo y que “el objeto de la educación es encaminar la niñez al ejercicio de todas las virtudes sociales”. Al analizar lo sucedido desde 1810, Echeverría se pregunta si la educación del pueblo hubiera empezado entonces, si se hubieran enseñado los valores democráticos, “nos hallaríamos en el estado que nos hallamos, después de 34 años de revolución”. El lector responderá si esta pregunta está todavía vigente.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/preguntas-todavia-vigentes-nid02092021/