
En su adolescencia y primera juventud, hombres y mujeres se enfrentan al desafío de imaginar su destino. Desarrollar su identidad personal significa hacer suyo lo que es más propio, alentar las tendencias que subyacen en ellos, hasta que germinen en una vida plena. Sin embargo, la aspiración por personalizarse en la sociedad heredada de sus padres se enfrenta con una encrucijada tradicional: ser atraídos por más de un proyecto de vida. En esa etapa inaugural de sus vidas responsables, vislumbran que el futuro tiene múltiples rostros; que los deslumbran y entran en colisión en el momento mismo que intentan armonizarlos.
Pero, además, se enfrentan con otra dificultad. En cada época, el repertorio de formas de vida que se ofrecen en la sociedad es acotado y reduce las posibilidades de que existan una gran variedad de vocaciones con alto grado de reconocimiento social. Pese a que en el siglo XXI las opciones disponibles han crecido exponencialmente, las férreas estructuras de la sociedad obligan a que la vida personal se desenvuelva en un ámbito colectivo poco propicio. En estas situaciones masificadas, el desarrollo de vocaciones en plenitud se torna particularmente difícil y solo quienes tienen una fuerte conciencia de sus deseos y aspiraciones se atreven a desafiar los encasillados moldes que impone la sociedad.
¿Cómo deciden, entonces, los jóvenes sobre su futuro?
Como dijera Ortega y Gasset con magistral sencillez, la vida nos es dada pero no nos es dada hecha, sino por hacer. El ser de la vida consiste en realizarse. Y esta realización no es otra cosa que elegir nuestro programa de vida entre el repertorio de posibilidades que descubrimos en nuestra circunstancia. El hombre es forzosamente libre y está obligado a elegir su destino personal entre las posibilidades de su mundo. Pero su destino, más que ser elegido, tiene que ser aceptado, apropiado, hecho suyo. Apunta Julián Marías: “Sólo así es rigurosamente destino personal o, con otro nombre, vocación”.
La juventud es por definición la libre disponibilidad de la vida; todavía no nos hemos puesto en nuestros años adolescentes a carta alguna. Somos pura potencia sin destino prefijado. Nuestros mundos en ciernes solicitan nuestro favor y la tensión es máxima cuando ninguno de ellos está en condiciones de lograr una decisión definitiva. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo estamos impelidos a decidir sobre nuestro futuro. Y entonces aprendemos, magullados por penas y sinsabores, que no podemos detener la historia de cada día para recapacitar. Estamos obligados a seguir siempre adelante.
La modernidad ha endiosado el trabajo como forma primaria de realización personal.
En nuestro tiempo, la vocación social mayoritaria es la vocación laboral. Una vocación indiferenciada, que en su expresión máxima denominamos profesión. El trabajo profesional representa la culminación del ingente proceso de elevación del trabajo del duro esfuerzo por la supervivencia al estadio de fin en sí mismo, cuya hipérbole es el trabajo para el consumo de bienes y servicios que en su gran mayoría no constituyen un genuino objeto de deseo del hombre.
Frente a la vocación laboral en sentido estricto, las vocaciones que históricamente han encarnado el espíritu egregio del hombre constituyen un residuo minoritario: la vocación religiosa, la vocación artística, la vocación intelectual. ¿Se puede vivir a pleno sin una vocación que comulgue con el sentido de trascendencia que es la razón de ser del hombre religioso? ¿es razonable prescindir de la vocación de fruición de realidad que eleva el alma del artista por sobre la monotonía utilitarista del diario vivir? ¿sería aceptable renunciar a la vocación del intelectual, que descubre los admirables enigmas del Universo y es la fuente de nuestro progreso?
Romper el cerco virginal que nos ha conducido imperceptiblemente más allá de nuestros arcanos deseos es faena reservada para un puñado de afortunados, mientras que otros, que son legión, a la deriva de vocaciones pragmáticas, terminan creyendo que, debido al paso implacable del tiempo, siempre es demasiado tarde para modificar el curso y recurso de los acontecimientos. Una muletilla se repite sobre estos asuntos: las experiencias sólo se aprenden en carne propia. En efecto, a nosotros, adultos varias veces sacudidos por la vida, nos llevó demasiado tiempo comprender que los años iniciales de nuestra personalización se enfrentan con las vigencias de la tribu en una lucha por completo despareja: cada niño, cada joven, se enfrenta a un cosmos indescifrable de formas de vida, sin disponer de las mínimas armas para salir victoriosos. El resultado, uno solo: multitudes de personas humanas deambulan a tientas por la vida.
Y si entrevimos que el camino no conducía a donde nos imaginábamos, entonces nos acosaba el drama de no poseer la fuerza de carácter necesaria para romper el itinerario y reiniciar el viaje. Estas dudas sobre las opciones que ejercimos en nuestros años mozos y que jamás intentamos seriamente modificar, aún a sabiendas del sabor amargo que llenaba nuestras vidas, nos asaltan una y otra vez, con una recurrencia que juzgamos cruel. A primera vista, una receta segura parece recomendable en el instante en que comprendemos que algo no funciona bien en nuestra economía vital y sentimos que un amargo sabor de insatisfacción satura nuestros días: retornar a las fuentes auténticas de nuestra biografía personal; rememorar los momentos en que nos sentimos henchidos de alegría por nuestros proyectos; recrear la gloria que llenó de entusiasmo alguna página selecta de nuestro pasado.
El hombre sin vocación está solo y espera. Como Godot, espera infructuosamente y, en el trance, pierde la vida recibida en donación. Es un buen trabajador, pero invierte pésimamente sus días. Conoce al dedillo sus obligaciones laborales, pero ignora las obligaciones consigo mismo. Acata los dogmas de la tribu, más incumple los ritos debidos a su persona. Es sacerdote aventajado en el mundillo empresario y mercader en el templo de la existencia.
La vocación es una fuerza maravillosa que nace de nuestro espíritu, llena de energía vital a nuestra existencia y nos quita todo vestigio de incertidumbre. La entrega irrestricta a una vocación es condición necesaria para alcanzar la vida plena.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/meditaciones-cuarentena-vocacion-vida-plena-nid2440836