El pensamiento argentino ha sido decisivo a la hora de establecer los grandes rumbos de nuestra sociedad. Para el institucionalismo histórico, que reflexiona sobre la realidad nacional para reformarla y proponer el diseño de instituciones modernas acordes con las más avanzadas de Occidente, el pensamiento es un factor fundamental del cambio social o, a contrario sensu, un lastre para el progreso en épocas de deserción y confusión de ideas.

Esta posición favorable a la influencia del pensamiento como generador de instituciones modernas es rechazada por quienes se inclinan por posturas de tipo culturalistas, en las que los problemas se atribuyen a la idiosincrasia de los pueblos más que a las instituciones adoptadas. Para el institucionalismo histórico, las instituciones importan. Y son los pensadores los responsables de esclarecerlas y aportar propuestas a los líderes políticos, excepto en esas raras ocasiones en que el político y el pensador confluyen para dar lugar al estadista. Según esta visión, la Argentina vivió su gran etapa ascendente hasta el Centenario, basada en las ideas de Echeverría, Alberdi y Sarmiento, inspiradas en la vanguardia del pensamiento occidental, pero lúcidamente adaptadas a nuestra realidad, y comenzó a decaer cuando se dejó de lado esa consigna de estar al día con las mejores expresiones del pensamiento y se pasó a una actitud intelectual autista y cerrada sobre sí misma, que define a las corrientes nacionalistas.

Mientras que el pensamiento que transformó el desierto argentino del siglo XIX en una nación poblada, progresista y educada era reformista y proyectado hacia el futuro, el nacionalismo se orientó hacia la defensa a ultranza de tradiciones del pasado y asumió una postura defensiva frente al proceso de transformación que vivía el país.

El nacionalismo argentino se puede dividir en tres formas principales: cultural, político y económico. Desde el fin del siglo XIX y especialmente a partir del Centenario, nació el nacionalismo cultural, cuya figura emblemática fue Ricardo Rojas, como reacción frente a la amenaza para la identidad nacional que atribuía a la llegada de millones de inmigrantes. La cultura de una nación es insoslayable para comprender su pasado, presente y futuro. El problema es que Rojas la identificaba con un conjunto parcial de tradiciones criollas y renegaba de otras, justamente las que se forjaban con el aporte de los inmigrantes. Consecuente con el sesgo irritado y con la confusión que va ganando su pensamiento a partir de 1910, exclamaba en Blasón de Plata : “¡No luchéis contra nuestra raza, enemigos! ¡No os obstinéis contra nuestra vida, extranjeros! ¡Todo ha de ser argentino sobre la tierra argentina!”.

En pocos años, la corriente nacionalista pasó de la inclinación por las cuestiones culturales a un ataque frontal a las instituciones republicanas y al sufragio libre y democrático que instauró la ley Sáenz Peña en 1912. Bajo el amplio espectro del nacionalismo político se agrupan autores cuyo norte era la crítica del sistema republicano liberal. La mayoría de este grupo adhería al nacionalismo integrista de Maurras, cuyo ideario común era una firme posición antidemocrática. No sorprende, en consecuencia, que la numerosa camada de ensayistas que se asomaron a la vida pública en torno de 1930 comenzaran a referirse temáticamente a la democracia como el centro de los males argentinos. Sin embargo, y sin restar un ápice de gravedad al nacionalismo político, el nacionalismo que ejerció su más profunda y prolongada influencia lo hizo en el ámbito de la economía. Los nacionalistas culturales y políticos serían sobrepasados por los abanderados de las consignas económicas antiimperialistas. La agrupación Forja, fundada en 1935, con la influencia de Raúl Scalabrini Ortiz, fue pionera en forjar el nacionalismo que verdaderamente influyó en la historia argentina: el nacionalismo económico.

Los debates sobre la legislación petrolera de 1927 son la punta de un iceberg que asomaba en la sociedad argentina de la mano de la inclinación progresiva del yrigoyenismo hacia el nacionalismo económico y el estatismo. La defensa de la iniciativa privada como factor de progreso era un principio de economía política que tenía gran arraigo en la época, complementado con un Estado cuyo rol era asegurar reglas de juego de largo plazo que incentivaran el formidable flujo de inversiones que había transformado al país en pocas décadas. Contra lo que se suele opinar, el Estado durante las presidencias de Roca y de Justo intervenía activamente en el fomento de actividades económicas prioritarias. Las políticas activas sobre inmigración, las grandes obras de ferrocarriles, puertos y caminos, la construcción de escuelas y hospitales, el desarrollo de una gran infraestructura de base, el constante impulso dado a la industria del petróleo desde 1907 suponían la presencia de un Estado dinámico y atento a promover la economía mediante el único método conocido hasta la fecha: la inversión de capitales.

Con la llegada disruptiva del pensamiento peronista en 1945 se completaba la transición hacia un nacionalismo económico mal entendido, que postulaba un nuevo rol del Estado, cuya redefinición quedó prisionera de una fraseología intervencionista confusa y más cercana al populismo que a una política de Estado sustentable y de largo plazo. El Estado intervencionista que promovió el nacionalismo económico y que el peronismo llevó a su extremo se debe entender como el Estado que se apartó de una moderna concepción occidental, que con posterioridad a las profundas turbulencias de la década del 30 y de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en el Estado de Bienestar, un Estado que no se hacía cargo de sectores económicos para su explotación directa sino que incorporaba la conquista de nuevos derechos sociales para asegurar su difusión a toda la población. Era lícito y a la altura de los tiempos que el Estado interviniera activamente en la segunda mitad del siglo XX, en tanto y en cuanto su accionar contribuyera a crear riqueza y no a destruirla bajo falsos mitos populistas. El Estado intervencionista argentino nació en la década del 30, pero en esta instancia su intervención fue en beneficio de la nación, dada la magnitud del shock externo sufrido por el país al desaparecer el mundo que había alentado el modelo agroexportador. El problema crónico de la Argentina en la segunda mitad del siglo XX no fue ese primer Estado que con prudencia reformaron los gobiernos conservadores, sino la aparición de la ideología corporativista de Perón, que, haciendo pie en el nacionalismo económico y en la cooptación del sindicalismo, montó una estructura de poder basada en populismo económico, demagogia política y autismo internacional que tras un breve período de tres años de florecimiento, a la postre fue sumamente perjudicial para los argentinos y convirtió al Estado nacional en el modelo de estado predatorio.

Las corrientes nacionalistas, en sus vertientes cultural, política y económica, crecieron en su cerrazón contraria a la democracia y la economía política moderna, a expensas del institucionalismo duramente conquistado desde la revolución constitucional de 1853. El nacionalismo cultural condujo al nacionalismo político, la antípoda de la democracia social que hizo exitosas a las naciones avanzadas. Pero sólo cuando el nacionalismo económico llegó al poder con el peronismo se hizo presente una corriente de ideas profundamente equivocadas sobre la naturaleza del desarrollo, que perdura hasta nuestros días y ha sido la causa formal y eficiente del retroceso argentino.

La deserción del pensamiento argentino es sinónimo de un persistente nacionalismo que ha combatido las ideas que hicieron grande a Occidente, logrando que la orgullosa nación del Centenario iniciara un penoso camino de retroceso, que nos ha empobrecido tanto en progreso material como en convivencia política, ha degradado la educación, agigantado la desigualdad social y, últimamente, alienta un nivel de inseguridad inédito en el país.

Publicado en La Nación
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