En teoría social, el evolucionismo sostiene que las nacionalidades se forman tras un extenso proceso de acumulación de experiencias, que con el correr de los siglos cimientan las características esenciales de un pueblo con personalidad propia e inconfundible.

Pues bien, los argentinos somos una maravillosa excepción a esta regla de oro de la sociología evolucionista. Los argentinos no somos el fruto de la lenta decantación histórica de nuestra vida social sino el florecimiento impar de un proyecto de ser revolucionario y reconstituyente de nuestros orígenes, que primero fue pensamiento puro y luego concreción real: la urdimbre de una nación de raíz irreductiblemente latina, que fuera fecundo territorio de encuentro entre la vieja civilización europea y la joven savia de la cultura sudamericana. Este proyecto de ser, único en Occidente, fue el sueño argentino. Y refundó nuestra identidad en un plano más profundo que la epopeya de independizarnos, la conquista de una vasto territorio o la fundación de instituciones republicanas, puesto que alumbró a una joven nacionalidad, única y diferente: los euroamericanos del sur.

Los argentinos somos el pueblo que quisimos ser, a contramano de las tendencias de nuestras costumbres criollas, más allá de las creencias sociales y religiosas de nuestra herencia hispánica, a pesar del vacío infinito del desierto y la barbarie de las guerras civiles. Los argentinos somos el pueblo que en el siglo XIX soñaron y crearon los prohombres de la Generación del 37. Echeverría, Gutierrez, Alberdi, Sarmiento son los padres fundadores de los argentinos modernos porque ellos concibieron la aventura intelectual de transformar nuestras raíces sudamericanas y transfundirlas con sangre europea. En el siglo XIX, a despecho de todas las limitaciones, nuestros abuelos dieron a luz a los euroamericanos del sur. Un proyecto de ser, previo a todo quehacer.

 

Una filosofía para la nacionalidad

Ellos conquistaron una filosofía para llegar a la nacionalidad, como en 1837 quería Alberdi en su maravilloso Prefacio al “Fragmento preliminar al estudio del derecho”.

Se anticipaba el insigne tucumano a la famosa tesis 11 sobre Feuerbach con la que Marx revolucionaría la teoría política: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo”.

La magna obra de la generación del 37 fue concebir una original filosofía del ser argentino para luego transfigurar la realidad de nuestro pueblo y fraguar la argentinidad moderna. Argentina primero fue idea y luego realidad. Existen escasos ejemplos en la historia de pueblos que se propusieran reemplazar su realidad por una nueva utopía, imaginada como superadora de aquella. Y existen aún ejemplos más escasos de pueblos que habiendo concebido un programa de revitalización y transformación de sus estructuras básicas, hubieran tenido el éxito arrollador que tuvimos los argentinos.

En este sentido, Sarmiento es el argentino arquetípico. Con su labor intelectual insobornable contribuyó a delinear el programa que daría nacimiento a los euroamericanos del sur, y con su actuación pública llevó a la práctica sus ideales.

En 1869 (primer censo nacional) la población argentina ascendía a 1.737.000 habitantes, la gran mayoría nativos. En el tercer censo nacional, en 1914, ya éramos 7.885.000 habitantes, de los cuales 2.358.000 (30%) eran extranjeros, mayoritariamente europeos. En regiones como  Buenos Aires y el Gran Buenos Aires esa proporción se elevaba hasta el 50%. Desde entonces, los casamientos entre nativos y extranjeros y la descendencia de todos ellos han significado que el pueblo argentino tenga mayoritariamente ascendientes europeos.

El proyecto de ser estaba consumado: los argentinos nos transformamos en los euroamericanos del sur, un pueblo en ascenso y con voz propia que era comparado a cada paso con los euroamericanos del norte, esto es, con los estadounidenses.

Una búsqueda infructuosa 

Pero algo no salió como se preveía. Y la decadencia se enseñoreó de nuestro espíritu a partir de la década del 30. El retroceso del país en todos sus órdenes produjo, entre otras consecuencias indeseables, un inaudita corriente intelectual de introspección sobre nuestra identidad.

La indagación tortuosa sobre la identidad argentina fue entonces una constante de nuestros mejores esfuerzos intelectuales. Docenas de autores intentaron develar el misterio de la argentinidad. De este esfuerzo secular no decantaron conclusiones válidas y para muchos despistados la comprensión del enigma argentino permanece irresuelto.

Es que el intento ocultó que el problema no consistía en indagar sobre nuestro ser, sino en poner en claro hacia donde volcaríamos nuestras potencias. La pregunta estuvo mal planteada; nuestro problema no era descubrir los secretos de nuestra identidad sino recrear un proyecto de vida digno de nuestras capacidades. Debimos saber lo que éramos y concentrarnos en establecer nuestra misión como nación euroamericana.

Los argentinos no necesitamos seguir indagando lo que somos: somos los euroamericanos del sur, hechura propia y personalísima de una visión de la vida y la cultura; una amalgama de razas, de raíz latina, verbo castellano, pasión cristiana y vocación occidental.

Del ser al quehacer

Justamente porque pusimos todo nuestro empeño en ser, relegamos el tiempo vital del quehacer. Justo cuando el proyecto de alumbrar a los euroamericanos del sur llegó a su cenit, no supimos qué hacer con nuestra flamante identidad y muy rápido nos desencantamos y perdimos el rumbo.

Esto lo sabía Hegel cuando escribía en sus “Lecciones sobre filosofía de la historia universal”: “¿Qué sucede cuando el espíritu tiene lo que quiere? Su actividad ya no es excitada. Cuando el pueblo se ha formado por completo y ha alcanzado su fin, desaparece su más profundo interés” Pusimos tanto empeño en ser un pueblo único y diferente que nos olvidamos que la fragua del pueblo argentino no se agotaba en la amalgama de inmigrantes y nativos, sino en construir un proyecto nacional duradero.

Penosamente, tras el desencantamiento que hizo presa de nuestros pensadores a partir del Centenario, los argentinos nos dedicamos a una estéril y paralizante introspección y postergamos la definición de un proyecto de vida colectivo que incitara nuestra voluntad  como lo hiciera el proyecto de ser de los hombres del 37. Dejamos de sentirnos orgullosos de ser argentinos.

Olvidamos que habíamos sido un país de advenimiento para millones de europeos que venían a construir una nación culta, solidaria y abierta a la convivencia pacífica y el desfrute de la vida. “La humanidad nos tenía como una reserva de civilización”. Por olvidar estas hermosas palabras de Gerchunoff, por deambular a la búsqueda de una identidad que nunca perdimos, no estuvimos a la altura de los tiempos y derrochamos nuestras fabulosas posibilidades de construir una patria próspera en los confines australes de América. Esta tarea inconclusa es el desafío de los argentinos, la presente obligación de las nuevas generaciones de los euroamericanos del sur.

Publicado en La Prensa