
El Presidente Kirchner quiere acabar con la vieja política. Y tiene razón. La mala política es la causa principal de nuestro retroceso nacional. El Presidente Kirchner desea superar los moldes del viejo peronismo. Y tiene razón. El peronismo es el magno problema a resolver por la democracia argentina. Para ello, el Presidente Kirchner ha basado su poder en la opinión pública por sobre los aparatos políticos tradicionales. Y tiene razón. Hasta aquí su intuición del poder político en la Argentina corporativa es impecable y merece ser destacado por el analista imparcial. Pero el Presidente Kirchner cree que para cumplir estas metas tiene que cuestionar el pasado en bloque, sin matices, y a todos quienes no opinan como él. Y no tiene razón. Y como no tiene razón, y como su visión de la realidad argentina es parcial, se termina enfrentando con innúmeros sectores de la vida nacional, que lo acompañarían gustosos en una cruzada a favor de una renovación política profunda. Que es aquello que los ciudadanos demandan desde el “que se vayan todos”. Esta cruzada requiere consensos, explícitos o tácitos, y éstos últimos son los que el Presidente Kirchner corre el riesgo de perder si persiste en su antropofagia política.
Una época de transición
La clave de un buen gobierno es entender cuál es su circunstancia histórica. La historia le ha asignado al Presidente Kirchner un rol de transición, cuyo eje central es la revitalización de nuestras instituciones democráticas. Es un rol más modesto que el sueño eterno de los presidentes argentinos de encabezar un nuevo movimiento histórico. Sentar las bases de una democracia moderna no requiere aquí y ahora una transformación estructural de la sociedad argentina, en especial cuando la peor crisis de la historia nos azota. Nada es más riesgoso que ensayar un cambio de rumbo de la vida nacional bajo la presión de problemas graves, gravísimos, si el pensamiento del estadista primero no se serena, busca consensos y convoca a los mejores hombres de la República. En épocas de transición, quién debe liderar a la nación no puede jugar todo su capital a una sola visión, a un solo grupo de poder, a una única íntima convicción, y excluir las ideas de los restantes actores sociales. La pobreza indigna que castiga a millones de argentinos no justifica la ausencia de ideas claras para solucionarla, ni todo está permitido sólo porque ella exista.
La democratización del peronismo
De lo que primero se trata es de renovar las instituciones políticas. Desde 1930, la Argentina no ha contado con un sistema equilibrado de partidos políticos. El peronismo desbordó los cauces democráticos tradicionales y durante décadas los golpes militares fueron la fatídica respuesta de una sociedad que no supo construir una oposición política partidaria. A partir de 1983 la esencia del problema no se ha modificado: el peronismo sigue siendo un agujero negro político que absorbe la mayor parte de las energías cívicas de los argentinos.. El Presidente Kirchner está en condiciones de liderar su democratización, pero para tener éxito es imperativo que sume el apoyo de vastos sectores independientes. Justo los sectores con los que día a día se enfrenta. Inexplicablemente, el Presidente Kirchner parece decidido a perder aliados en aras de una supuesta pureza política, cuando sabemos que sobre este particular muy pocos en la Argentina pueden tirar la primera piedra. Y lo peor es que de este modo renueva las fuerzas de actores políticos condenados por la opinión pública como representantes de la vieja política. Es una paradoja, pero la transversalidad, por su unilateralidad ideológica, no ha hecho otra cosa que aislar al presidente en vez de ampliar su base de sustentación. La hora actual reclama un Urquiza, un Figueroa Alcorta o un Saénz Peña más que un Irigoyen, un Perón, un Alfonsín o un Menem. Urge rescatar el estilo de pensadores políticos como Echeverría o Alberdi, apartidarios e insobornables, y relegar a intelectuales fundamentalistas y obsecuentes.
El señor K
Cuentan las crónicas recientes que el Presidente Kirchner visitó la casa de Kafka en Praga. No cuentan si lo hizo porque admira su obra literaria o porque comparte su visión de la vida. No obstante, los bien entendidos sostienen que se siente identificado con Kafka por aquello del estilo K de hacer política. Nosotros, más prudentes, renunciamos a adentrarnos en sus motivaciones. Pero le recordamos al lector que el señor K es el protagonista de El Castillo, la última novela que escribió Kafka. El señor K es contratado para realizar trabajos de agrimensura por los señores de un castillo, que desde lo alto de la colina imperan sobre un pueblo anónimo. Luego de un fatigoso viaje llega al pueblo, pero imprevistamente es impedido de trabajar. Como nadie le da explicaciones, decide ir al castillo a averiguar los motivos del impedimento. Pese a todos sus intentos, el señor K nunca logra llegar al castillo. Cae en manos de funcionarios que lo acosan. En el pueblo también lo rechazan. El señor K se cansa de luchar contra enemigos infinitos. El Castillo es una novela que se presta a mil metáforas. Se nos ocurre que para los argentinos el castillo representa el mal de nuestras instituciones políticas. Bienaventurado el Presidente Kirchner si no se pierde en anécdotas fraticidas, si no se rinde ante el canto de sirenas revanchistas y democráticamente derrumba los muros hipertrofiados de la vieja política. Su encrucijada política es aceptar su destino de transición y forjar las bases de una democracia sustentada en modernos partidos políticos.
Publicado en La Prensa