
En nuestra vida personal la juventud es sinónimo de rebeldía e idealismo. Cuando somos jóvenes creemos que la realidad existe para ser modificada según nuestros deseos. Y en ello no tiene lugar la opinión de los demás. El joven, por definición, es individualista y sectario y no busca consensos.
En la vida de los pueblos, el predominio de estas actitudes juveniles demora la consolidación de las instituciones democráticas. La democracia requiere otro estado espiritual. Requiere el espíritu de la madurez, cuya demanda central es alcanzar el equilibrio entre nuestra visión del mundo y la de los otros. La madurez implica reconocer que la opinión de los demás existe y no puede ser eliminada por un acto de volición propio. Es sinónimo de autolimitación, de saber escuchar y de respeto hacia quienes no opinan como nosotros.
La teoría de la inmadurez de la democracia argentina ha sido ensayada muchas veces, pero nunca a la luz de una filosofía de nuestra historia que interprete correctamente el proyecto de ser que llevaron adelante los prohombres de la generación del ´37 y del ´80.
En teoría social, el evolucionismo sostiene que las nacionalidades se forman tras un extenso proceso de acumulación de experiencias, que con el correr de los siglos cimientan las características primarias de un pueblo con personalidad propia e inconfundible.
Pues bien, los argentinos somos una maravillosa excepción a esta regla de oro de la sociología evolucionista. Los argentinos no somos solamente el fruto de la lenta decantación histórica de nuestra vida social, que abarca tres cuartas partes de nuestro pasado, sino el florecimiento impar de un proyecto de ser revolucionario y reconstituyente de nuestros orígenes, que primero fue pensamiento puro y luego concreción real: la urdimbre de una nación de raíz irreductiblemente latina, que fuera fecundo territorio de encuentro entre la vieja civilización europea y la joven savia de la cultura sudamericana.
Este proyecto de ser, único en Occidente, fue el sueño argentino. Y refundó nuestra identidad en un plano más profundo que la epopeya de independizarnos, la conquista de un vasto territorio o la fundación de instituciones republicanas, puesto que alumbró a una joven nacionalidad, única y diferente: los euroamericanos del sur.
Contra otras interpretaciones históricas, toda la industria de aquellas egregias generaciones se concentró en un proyecto de ser, de forjar un nuevo pueblo, que se asomó a la faz de la tierra por pura vocación de ser. Somos la zafra generosa de un pensamiento encarnado; la sangre y los huesos de una trasmutación profética que tuvo lugar en los confines australes del continente americano. Por decisión propia, los argentinos somos el pueblo más joven de América. Una teoría de este tipo es capaz de explicar la potencia de nuestros enfrentamientos y de predecir en qué etapa de la evolución se encuentra la sociedad argentina.
Nuestra constitutiva adolescencia política determinó que desde 1983 ningún grupo social pudiera imponerse al resto; siempre existieron fuerzas suficientes para contrarrestar a quienes pretendían la hegemonía. Sólo en los escasos períodos en que se lograba una hegemonía consentida por una mayoría de actores sociales el país progresaba, pero pronto el fervor juvenil reaparecía y la crisis estallaba a pleno. Una mirada complementaria de esta inmadurez democrática se define en una frase: la corrupción de las instituciones republicanas al servicio de un proyecto personal más o menos mesiánico.
La vieja política consiste en tomar a las instituciones como un medio para afianzar ña hegemonía del gobernante del turno y no como fines para que el pueblo argentino forje libremente su destino. Al inicio de su mandato, el presidente Kirchner tenía ante sí la posibilidad de consolidar la madurez democrática.
Por debajo de la crisis, los argentinos ansiaban la concordia nacional y existían consensos tácitos fuertemente arraigados. Entre ellos, sobresalía el anhelo de un nuevo estilo de política que fortaleciera las instituciones de la democracia. De haber tomadoeste camino, Kirchner hubiera sido el primer presidente argentino desde 1983 que se apoyaba en la opinión pública para lograr una renovación de la vieja política. Era el modelo maduro que siguieron España, Chile o la República Checa.
En esta trayectoria posible, Kirchner hubiera sido el líder natural de la generación del 2002 –la generación lanzada a la historia a caballo de la crisis de ese año y constituida por los nacidos entre 1955 y 1970.
Lamentablemente, el presidente Kirchner decidió repetir el camino de la confrontación. Instaló en el país el maniqueísmo de buenos y malos, de justos y pecadores, y dedicó la mayor parte de sus energías a combatir a los “otros”. Primó la ideología setentista, puro fervor juvenil no constructivo. Así Kirchner será visto como un presidente de transición y la inmadurez democrática persistirá en el país. Pues las fuerzas que enfrenta el Presidente se reagruparán y buscarán su tiempo de revancha. La mala nueva es que en ese momento ya no contará con el apoyo de la opinión pública. Es irremediable. La inmadurez democrática continuará entre nosotros sujetos a los caprichos del acné juvenil de unos y otros. Los días serenos en que la experiencia y la sabiduría de los pueblos encuentran su cauce de progreso todavía están por llegar para los argentinos.
Publicado en La Prensa