Según la razón histórica que alumbró Ortega, las posibilidades son el resultado de los recursos -potencialmente facilidadeso dificultades- que se encuentran en una circunstancia determinada pero sólo existen como tales en función de una pretensión colectiva determinada. Ortega utilizaba el sencillo ejemplo de un hombre que se encuentra frente a un río: si su pretensión es saciar su sed, el recurso-río será una facilidad, pero si es perseguido será una dificultad que se opone a su pretensión de escapar. Sólo existen posibilidades cuando la sociedad proyecta sus pretensiones hacia el provenir. Cuando un pueblo opta por una de estas posibilidades se inicia una trayectoria histórica.

Las trayectorias históricas no pueden ser muy numerosas ni de corta vida y se prolongan en el tiempo incluso más allá de su época de vigencia. Son acumulativas, siendo las más antiguas las que permanecen en el subsuelo social sin que ello implique su desaparición. En el devenir de una nación, las trayectorias primigenias son recubiertas por otras que las reemplazan a la luz de una novel pretensión colectiva. De este modo, se suceden una a otras pero las anteriores permanecen latentes y presionando con sus valores, principios, anhelos, logros y fracasos sobre las nuevas trayectorias vigentes, manteniéndose como una reserva de energía histórica preparada para emerger y aportar la substancia de experiencias colectivas acumuladas en épocas anteriores.

Distinguimos cuatro grandes trayectorias argentinas: liberalismo (1853-1916), nacionalismo (1916-1943), populismo (1943-1983) y democracia (1983 – ). Cada trayectoria argentina enfrentó a la pretensión colectiva anterior con nuevos valores e ideales, que significaron la pérdida del poder de la clase dirigente hegemónica a manos de nuevas coaliciones de poder.

En 1853, la Generación del 37 con el concurso de Urquiza derrotó al caudillismo e instauró los principios liberales que signarían la gran etapa ascendente de la joven nación, fundando la trayectoria liberal. En 1916, la lucidez de los reformistas liberales superó la resistencia de los grupos conservadores y produjo la revolución por los comicios, inaugurando con la ley Sáenz Peña la trayectoria posible de una democracia con sufragio universal, libre y secreto. Esta trayectoria posible se tiñó de nacionalismo y colapsó en 1930, abriendo el paso para el retorno de las fuerzas conservadoras merced al abuso del fraude. Pero en 1945, el populismo de Perón liquidó la trayectoria nacionalista y el poder unido de radicales y conservadores: nacía la trayectoria populista. Durante esta trayectoria, el poder militar surgió para equilibrar un sistema político donde el peronismo gozaba de amplias mayorías. En la década del setenta, el poder militar tuvo la pretensión hegemónica de reorganizar la nación desde una visión mesiánica. Sin embargo y contra todo pronóstico, en 1983 el radicalismo liderado por Alfonsín ganó las elecciones y llevó a juicio a las Juntas Militares, terminando con la prolongada hegemonía de los uniformados.

Ante esta sucinta revisión histórica, para que una nueva trayectoria tenga sentido histórico también tendrá que conquistar su vigencia en la sociedad argentina superando al poder hegemónico presente, esto es, al peronismo. Ésta y no otra sería la misión histórica de la clase dirigente que asuma el desafío de iniciar una nueva trayectoria. El peronismo seguiría teniendo un lugar en la política argentina pero sin la supremacía actual.

La pregunta pertinente es simple y directa: ¿existen fundamentos en el presente argentino para postular una quinta trayectoria? Para nosotros, están dadas las condiciones para una trayectoria posible porque consideramos que la trayectoria democrática se degradó en manos del peronismo hegemónico, cuya variante kirchnerista la condujo a una democracia de baja calidad y resultados mediocres. Por tanto, una nueva trayectoria argentina tendría que desplegarse en un fuerte afianzamiento de las instituciones de la Constitución y en virtud de ello tendría un nombre que habla por sí solo de su contenido: la trayectoria institucional.

En este sentido, el factor clave radica en evaluar si la sociedad argentina está poseída por una clara pretensión de dejar atrás la hegemonía peronista para dar lugar a una trayectoria institucional de nuevo cuño. En los cambios de trayectorias de 1853, 1916, 1945 y 1983 el punto de partida ha estado asociado a una enérgica convergencia generacional acerca de un puñado de principios y valores. ¿Existe un consenso parecido en la actual circunstancia política? A priori no se observa la presencia de una pretensión colectiva con poder suficiente para garantizar el inicio de una trayectoria institucional. La demanda social por superar al peronismo quizá todavía no está madura. Sin embargo, puede haber lugar para una mirada más optimista. La sociedad argentina ha vivido sujeta a los vaivenes de líderes personalistas en cada cambio de trayectoria y ello ha impedido que se logren consensos básicos permanentes. Sin embargo, hoy se aprecia que por primera vez en muchas décadas se comparten programas e ideas en prácticamente todos los campos de gobierno. Si esto es así, la materialización de un inédito consenso entre las fuerzas políticas que emane de consensos sociales básicos tendrá la potencia suficiente para escapar de la oprobiosa atmósfera de la hegemonía peronista-kirchnerista e inaugurar una trayectoria institucional que nos devuelva la esperanza, el progreso y la equidad.

En las trayectorias argentinas, el liberalismo es la pretensión primordial. A pesar de todos los intentos por socavarla, su persistencia ha desarrollado una densa trama de principios y valores enaltecidos por los ideales de Mayo. Y recubre todas y cada una de las trayectorias de la historia argentina hasta nuestros días, aún en los momentos en que su brillo fuera sepultado por las fuerzas anacrónicas que prevalecieron desde la Segunda Guerra Mundial.

Debemos tomar conciencia de una vez y para siempre que nuestra decadencia es inédita en el mundo y que hemos sido el asombro y el hazmerreír de Occidente debido a nuestra capacidad para desperdiciar una suma de estructuras y sinegias especialmente favorables para la prosperidad. Por eso, no debemos temer a decir las cosas como son. Ni a enaltecer la recuperación de valores y principios que nos llevaron a un sitial que nunca debimos abandonar. El liberalismo de nuestro tiempo, el verdadero liberalismo, es la maduración evolutiva de una matriz de democracia social, como lo fuera antaño la cuna de los derechos civiles y más tarde de los políticos. Es de esta democracia liberal verdadera de la que debemos esperar las mejores cosechas de equidad y personalización ética, confluyendo con un humanismo acorde con el progreso tecnológico y moral de la nueva centuria.

Está claro que a esta altura del siglo XXI la aceptación de las funciones reguladoras del Estado o la promoción de la equidad social son realidades que nadie en su sano juicio osaría discutir. Pero una cosa es que se convenga en la defensa de la democracia liberal en sus aspectos políticos, económicos, jurídicos y sociales y se incorpore la función reguladora del Estado y la equidad social al acervo del liberalismo democrático, y otra cosa muy distinta es que se abandone el cauce de la democracia liberal para internarse en experimentos híbridos como los que fatídicamente sufrimos desde hace décadas.

Guste o no guste, el liberalismo es la matriz de la Argentina. Y la democracia liberal su forma madura en el siglo XXI.

En los próximos tiempos, el proyecto de una democracia liberal que sea el sustento de una trayectoria institucional será puesto a prueba en durísimas condiciones. No podrá fracasar porque si lo hace, las ideas de modernidad y equidad también fracasarán y tendremos populismo por lustros.

Publicado en La Prensa