
En De la Tierra a la Luna, Julio Verne narra la historia de dos empedernidos fabricantes de armas: uno, empeñado en producir cañones cada vez más potentes, el otro, obsesionado con fabricar blindajes impenetrables. A partir de este duelo inicial, la historia desemboca en la imaginación visionaria del viaje a la Luna, con el triunfo contundente del espíritu punzante y audaz del artillero sobre la vocación pasiva y defensiva del diseñador de escudos. Esta metáfora literaria es perfectamente aplicable a la realidad argentina.
Gastamos nuestras mejores energías en el acto pasivo de proteger nuestra economía con cercos ultradefensivos en vez de concentrarnos en salir a campo abierto y pelear la batalla por el crecimiento en el único terreno posible: el mundo de los inversores. Para colmo olvidamos que un blindaje puede proteger del ataque exterior, pero es al mismo tiempo una valla insalvable para escapar del encierro que configura. Nunca en la historia una ciudad amurallada fue capaz de conquistar al ejército sitiador, aunque en este caso asuma la figura de un conjunto de inversores desconfiados.
Cuando el falso artilugio del blindaje pasa del terreno financiero al campo de las ideas, los peligros aumentan proporcionalmente a la fortaleza erigida. En el siglo pasado una sola idea fuerza correcta posibilitó la transformación argentina. El lema alberdiano “gobernar es poblar” sintetizó el programa político y económico que ubicó a la Nación entre las primeras diez naciones del orbe. El lema alberdiano representó exactamente la idea contraria de los conceptos de blindaje y cerrazón: era una generosa invitación a participar en el proyecto de una Argentina Grande, abierta al mundo y segura de sus fuerzas.
Pensar en términos de blindaje equivale a pretender ganar una carrera de fórmula 1 con un tanque de combate: por muchos esfuerzos que haga todo el equipo, el tanque se moverá con insoportable lentitud. Pues bien, el equipo de los argentinos estamos siendo obligados a competir con el lastre estructural acopiado durante años de predominio de ideas falaces. Estamos sometidos a la tiranía de un blindaje de ideas obsoletas y probadamente erróneas.
Seducir a los inversores
En un mundo menos complejo, el lema alberdiano bastó para movilizar la potencialidad del país. Hoy en día, no alcanzaría con un solo lema. Por eso propongo un decálogo de economía política:
- El orden espontáneo del mercado es el fundamento de la economía política.
- El crecimiento sostenido del PBI es el primer mandamiento de la economía política.
- El respeto de las libertades democráticas y la seguridad jurídica son condiciones imprescindibles para el éxito de la economía política.
- La estabilidad de precios a largo plazo es el principio básico de la política monetaria.
- El fomento de las inversiones de capital, físico y financiero, es un objetivo permanente de la economía política.
- El equilibrio presupuestario es la garantía a largo plazo de la solvencia de la economía política.
- En una sana economía política, la productividad de las inversiones debe ser superior a la tasa de endeudamiento, y la financiación del gasto público, no asfixiar al sector privado.
- La educación del capital humano es un principio fundamental de la economía política.
- La promoción de la innovación tecnológica es condición de progreso de la economía política
- La confianza, el primer motor inmóvil de la economía política, se conquista mediante la aplicación integral de los nueve puntos anteriores del decálogo.
Según la perspectiva de estos principios de economía política, el pleno empleo, la redistribución del ingreso, la inclusión social de los sectores marginales, la determinación del tipo de cambio adecuado, entre otros objetivos, son la consecuencia directa de la aplicación del decálogo. La nueva falacia inventada por la clase política argentina radica en la pretensión estéril de defendernos de la “especulación” de los inversores: la seducción es el único camino. Parafraseando a Jorge Luis Borges, a mí se me hace cuento el blindaje, lo juzgo pesado e inmóvil como un ancla de barco.
Publicado en La Nación