El nacimiento de una persona es el acontecimiento más maravilloso del universo. Para una madre, no existe plenitud comparable con el acto de dar a luz a un hijo, aun cuando sabe que sufrirá de agudos dolores de parto. Es como si la vida futura fuera tan valiosa, tan excelsa que no les está permitido a las mujeres alumbrarla sin padecer penurias. En un plano diferente, según Hannah Arendt, la política se funda en la facultad de iniciar del hombre, que es el reflejo de la natalidad humana. Un nacimiento introduce en el mundo la posibilidad de la acción y el discurso, es decir, la política. Privados de la política, privados de lo público, los hombres no pueden ser libres ni individuos diferentes. Es por esta razón que los hombres para realizarse viven en sociedad.

Las sociedades son fruto de la condición política del hombre y reproducen en el plano colectivo las manifestaciones de la vida individual. También en ellas es necesario a menudo atravesar la dolorosa experiencia de un parto para que nazca vida nueva.

Inmersos en los festejos del Bicentenario de la Independencia argentina, la metáfora se perfecciona al recordar las cruentas luchas que afrontaron nuestros mayores para dar vida a una nueva nación. En aquellos tiempos todo estaba por hacerse. Por eso, sabían que les llevaría muchos años alcanzar el sueño de una nación republicana, progresista y educada, del mismo modo que una madre sabe que dedicará sus mejores años a criar a su hijo. Durante el camino, enfrentaron toda clase de dificultades, sufrieron estériles retrocesos y más de una vez debieron sentir ganas de abandonar la partida. Sin embargo, no dudaron, soportaron los dolores de parto con valor y siendo fieles a sus convicciones fueron capaces de dejar atrás el pasado e iniciar una nueva trayectoria histórica de modernidad.

No creo exagerar al sostener que estamos ante una circunstancia comparable. La Argentina ha retrocedido penosamente en el concierto de las naciones; ha traído pobreza y desconsuelo a sus hijos. No ha sido una madre ejemplar y ha vivido desterrada de sí misma, incumpliendo sus deberes de brindar trabajo y educación a aquellos a los que les dio la vida y les prometió un futuro de prosperidad y realización personal. Fue infiel a su misión capital de alumbrar ciudadanos con igualdad de oportunidades en una cultura del trabajo y el esfuerzo.

Hoy estamos ante la posibilidad de un renacimiento del país que emule las épocas de esplendor de nuestro pasado. Ante una afirmación semejante, el lector se podrá preguntar sobre qué bases fundamos nuestra esperanza de un cambio de rumbo que lleve a los argentinos al camino del desarrollo y la equidad social. Si el fracaso ha sido la dolorosa historia de las últimas décadas, ¿por qué suponer que es posible el renacimiento de la Argentina?

Varios factores se conjugan para conformar una circunstancia especial en los comienzos del período presidencial de Mauricio Macri. En primer lugar, es la primera vez desde el retorno de la democracia que llega al poder un partido político cuyo origen no es peronista ni radical. Que un amplio sector de la población haya elegido una fuerza política ajena a los partidos tradicionales -aunque en alianza con uno de ellos- es un factor clave para el regreso de la Argentina a su senda de grandeza. En segundo lugar, Macri no es el típico dirigente argentino; por lo contrario, representa un estilo de hacer política diferente: su carrera hacia la presidencia ha sido de tan sólo doce años, no está poseído por el afán de imponer sus opiniones a capa y espada, sino que su estilo lo conduce a escuchar y a trabajar en equipo y, lo que es decisivo, el centro de su vida no pasó en el pasado por la política; tampoco, según ha dicho, imagina un futuro dominado por una ambición sostenida de poder. Habrá quienes opinen que esta ausencia de voracidad política es un defecto y no una virtud. Sin embargo, en la sociedad del siglo XXI, donde los ciudadanos privilegian para ejercer el poder a personas menos obsesivas y más normales, la personalidad de Macri es un activo.

En tercer lugar, existe un reclamo en el país de hacer las cosas que nos reclamaba Ortega y abandonar los diluvios de promesas incumplidas de las décadas pasadas, especialmente de la kirchnerista, que ha batido todos los récords de incoherencia entre promesas y hechos.

En cuarto lugar, los argentinos ya no toleramos la corrupción obscena. En razón de eso, que el presidente Macri cuente con una fortuna personal previa introduce un fenómeno igualmente novedoso: no se espera que Macri se enriquezca en su paso por el gobierno. En quinto lugar, el escenario internacional no es excepcionalmente favorable en términos económicos como en la década kirchnerista, lo cual tiene un aspecto positivo: el actual equipo de gobierno no podrá descansar en él, sino que tendrá que esforzarse por hacer las cosas muy bien para lograr resultados concretos. Al mismo tiempo, las nuevas políticas persecutorias de la corrupción en el mundo desarrollado son un incentivo adicional para un gobierno honesto y transparente. En sexto lugar, Macri está decidido a terminar con la profunda grieta espiritual que produjo el kirchnerismo, cuya prolongación en el tiempo constituiría un obstáculo insalvable para la construcción de un país distinto.

A estos factores concurrentes se suma uno relacionado con el mundo de las ideas y que, por tanto, ingresa en un campo subjetivo que podría no ser aceptado por quienes creen que existen otras opciones para mejorar la calidad de vida de los argentinos: Macri propone aplicar las ideas y las reglas de juego que han permitido el progreso y el bienestar en las naciones de avanzada. Este conjunto de ideas representa un programa probado, aunque siempre perfectible. Sólo hace falta comparar entre los extraordinarios resultados obtenidos por su aplicación en Occidente (y en otras naciones no occidentales que lo hicieron suyo) y los obtenidos en nuestro país.

Este panorama optimista enfrenta sin embargo fortísimas tensiones. Al igual que en otros momentos clave de nuestra historia, esta nueva trayectoria no estará exenta de extensos períodos de incertidumbre: el camino hacia un país renovado y fortalecido en sus valores fundacionales inevitablemente producirá agudos dolores de parto. ¿Conducirán los dolores de parto que hoy vive el país a un nuevo inicio en el sentido señalado por Hannah Arendt? ¿Estamos en presencia de convulsiones que anuncian el nacimiento de una etapa fecunda de la Argentina?

Le queda al lector dar su propia respuesta. Por mi parte, la convicción de estar asistiendo al nacimiento de una época de regreso a las fuentes que construyeron la grandeza Argentina es firme y esperanzada. Se trata de mantener el rumbo con perseverancia. En una navegación exitosa no se llega a buen puerto sin tomar en cuenta de dónde soplan los vientos, pero mucho más importante es que la tripulación sepa adónde quiere llegar. Una verdadera revolución en democracia está en marcha.

Publicado en La Nación
https://www.lanacion.com.ar/opinion/dolores-de-parto-de-un-nuevo-pais-nid1915059