
Han pasado apenas cuatro meses desde la asunción del presidente Macri, pero la sensación predominante en la opinión pública es que el país ha escapado de un clima opresivo de confrontación, cuya vigencia durante una larga década justifica que los argentinos se pregunten: ¿cómo fue posible que no reaccionáramos antes?; ¿cómo toleramos durante tanto tiempo que nos hicieran vivir en una grieta estéril y paralizante? Ante la cruda realidad de los hechos, debemos preguntarnos si la división del país que provocó el kirchnerismo es una anomalía en nuestra historia o, por el contrario, una circunstancia frecuente.
Una rápida recorrida por el pensamiento argentino refleja a priori la existencia de dos países irreconciliables. Desde distintas perspectivas ideológicas, han remarcado esta división Mitre (dos corrientes de colonización, del Atlántico y del Perú), Sarmiento (civilización y barbarie), Alberdi (antecedentes unitarios y federales de la organización constitucional), Olegario Andrade (rivalidad económica entre Buenos Aires y el interior), José Ingenieros (revolución y contrarrevolución), Ricardo Rojas (exotismo e indianismo), Rodolfo y Julio Irazusta (nacionalismo e imperialismo), Eduardo Mallea (país visible y país invisible), José Luis Romero (autoritarismo y liberalismo), Milcíades Peña (pueblo y clases dominantes). El contrapunto de la dualidad argentina en el pensamiento se repite en la arena política. Buenos Aires y Asunción, el puerto y las provincias, morenistas y saavedristas, republicanos y monárquicos, directoriales y artiguistas, unitarios y federales, rosistas y antirrosistas, autonomistas y nacionalistas, conservadores y radicales, civiles y militares, peronistas y antiperonistas son algunas de las formas que ha asumido el enfrentamiento político.
¿Cuál es entonces la novedad que nos trajo el kirchnerismo? Dicho en otras palabras, si deseamos comprender la puja permanente entre dos Argentinas, ¿qué elementos comunes tienen la grieta kirchnerista y las proteicas formas que asumió en el pasado la división del país? Nunca es sencillo en materia de interpretación histórica elegir un grupo de factores que puedan dar razón de los hechos. En este caso, elegimos uno que ha estado presente en otros períodos de similar sectarismo político: el mesianismo. Si tuviéramos que decir qué tienen en común Moreno, Rivadavia, Rosas, Roca, Yrigoyen, Uriburu, Justo, Perón, Rojas, Onganía o Videla, y últimamente Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, más allá de sus profundas diferencias ideológicas y políticas, es el mesianismo con que actuaron en la vida pública. Ellos eran los elegidos para imponerles a los argentinos un nuevo orden.
En esta línea, no es casual que nos costara dosis excesivas de sangre, decadencias pandémicas y un tiempo interminable inaugurar una trayectoria democrática: ésta es el antídoto natural contra los líderes iluminados. El mesianismo es por definición antidemocrático y de allí que termine invariablemente asumiendo formas populistas y autoritarias. Desemboca en el populismo como la lluvia fluye hacia el cauce de los ríos: es una ley de naturaleza política.
Definimos el populismo como la expresión más acabada del primitivismo político. Se suele decir que el populismo privilegia la relación directa y mesiánica entre el líder carismático y su pueblo, pero no es éste el carácter principal que lo define: su primitivismo consiste en que retrocede a formas políticas pretéritas, pasando por encima de las instituciones preexistentes en la sociedad. Vuelve a prácticas políticas del pasado, ya superadas donde impera la democracia. Para el institucionalismo histórico, el populismo es un intento contranatural y perjudicial de saltearse los avances de las instituciones políticas occidentales como los creacionistas pretendían ignorar la evolución de las especies demostrada por Darwin.
Afortunadamente, hoy vivimos en tiempos de democracia, cuya vigencia tiene el consenso unánime de los argentinos. La democracia es un camino más lento, pero perseverando en ella las sociedades maduran y las instituciones se afianzan.
El kirchnerismo provocó una guerra civil dialéctica. Atado a una interpretación maniquea de la historia, quiso hacer creer a los argentinos que debían elegir entre el bien (el populismo kirchnerista) y el mal (amplios sectores de la sociedad que se oponían a sus políticas). Como ha sucedido demasiadas veces en nuestro país, el kirchnerismo no aprendió de los errores que hemos cometido en el pasado y no percibió que su empeño por dividir a la sociedad argentina estaba destinado al fracaso y, más grave aún, que condenaba al país a vivir por debajo de sus posibilidades, que entonces eran muy favorables. Desperdiciar esta oportunidad por no querer acordar políticas de Estado a largo plazo fue algo más que un pecado de ignorancia histórica.
Es muy probable que, de cara a su rol de oposición, la ex presidenta Cristina Kirchner elija prolongar la estrategia de la intolerancia e intente profundizar la grieta entre las dos Argentinas. Será entonces responsabilidad de quienes no concuerdan con el kirchnerismo, comenzando por el propio peronismo, la construcción de alternativas políticas que contribuyan a dejar atrás la patria dividida y mesiánica y afianzar la democracia institucional, tal como lo propone el presidente Macri. Ésa es, asimismo, la misión de los intelectuales en el tiempo presente. Más Habermas y Rawls y menos Gramsci y Laclau. La tarea no es sencilla porque la interpretación bifronte del país cuenta con un nutrido grupo de pensadores y políticos que de una u otra manera han dado impulso a una visión en extremo negativa para la prosperidad argentina.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/del-mesianismo-a-la-democracia-nid1888372