
En su artículo “Relojes digitales”, publicado hace varias décadas, Julián Marías hacía un lúcido contraste entre la forma de observar el tiempo en los clásicos relojes analógicos por contraposición con los modernos relojes digitales. Mientras que en aquéllos el tiempo es percibido como una realidad continua que fluye sin espacios vacíos y el avance de las manecillas representa la secuencia de un tempo vital sin huecos, pleno de pasado, presente y futuro, los relojes digitales son la perfecta manifestación de una realidad de flashes inconexos, de una trayectoria discontinua de tiempo evanescente, donde sólo es posible percibir la hora puntual de un simple presente.
Esta sencilla metáfora debida al gran pensador español sintetiza con elegancia la diferencia entre una realidad permanente que viene del pasado y se proyecta al futuro y una realidad fugaz, pura instantaneidad sin horizonte, que es la definición misma de lo efímero. De allí que Ortega, maestro de Marías, enseñara que la vida del hombre es futuriza y que sin proyectos de cara al porvenir se convierte en un simulacro de existir, sin trascendencia y poco valiosa.
Vivimos en un mundo de cambio acelerado, un aluvión histórico que destruye todos los fundamentos y principios de estabilidad y continuidad. Debido a la velocidad de los cambios y a los vertiginosos avances tecnológicos, el hombre contemporáneo presiente que toda hipótesis sobre el futuro está siempre al alcance de su mano. Y a fuerza de creer que el futuro está vigente en nuestro presente, se despreocupa de él. Los enormes logros del presente y las fantásticas promesas del futuro nos parecen un hecho tan natural y perenne como la lluvia o el viento. El hombre del siglo XXI ha perdido el sentido de la historia. Vive al día. Nuestro tiempo es un puro presente, efímero e insustancial; no viene del pasado ni se proyecta al futuro.
Esta condición sociológica de fugacidad se traslada a la vida cotidiana, y son los jóvenes los que más experimentan en carne propia su cruel influencia. En sus relaciones humanas, por mencionar un ejemplo muy extendido, tienden a privilegiar las relaciones sexuales superficiales por sobre el enamoramiento, una actitud vital que se vuelve un búmeran que conspira contra la posibilidad de vínculos de mayor profundidad; si hasta pareciera que un compromiso de amor para toda la vida es un valor ajeno a sus deseos.
Si nos fijamos en el modo en que enfrentan el mundo laboral, la conclusión es similar: a diferencia de épocas pasadas, a la juventud actual no le interesa hacer una carrera a largo plazo en una empresa. A decir verdad, el largo plazo es un valor que desaparece de casi todos los órdenes de la vida. Los adolescentes viven una realidad online y prefieren bajar sus canciones favoritas cada vez que quieren escucharlas que tomarse el trabajo de archivarlas en listas de favoritos. Su fuente prácticamente única de conocimiento es Internet, que no requiere del esfuerzo del estudio o de la lectura sistemática de libros.
En el ámbito de la tecnología, sabemos que un artículo electrodoméstico, una computadora o un equipo de tecnología médica quedará obsoleto en pocos meses. En política, no se piensa más allá de la próxima elección. En materia moral, se prefiere apoyar al aborto, que libera de la responsabilidad (y de la maravilla) de ser madre en el hoy inmediato, pero sacrifica a una persona capaz de forjar una larga vida. En el mundo del espectáculo, se busca el éxito súbito antes que una trayectoria de décadas. Las noticias se globalizan, y nos llegan en vivo, en un presente permanente y sin análisis, como un bombardeo informativo que satura nuestra capacidad de asimilación y comprensión. Por la misma causa también se extiende la plaga de la corrupción: la avidez de riqueza rápida sin el fruto de una vida de trabajo.
Todo se tiene que obtener vertiginosamente y sin un esfuerzo sostenido. Todo es efímero. Superficial. Un carrusel de experiencias provisionales y perecederas. Esta forma de vida sin sentido de lo valioso se resume en que la realidad de hoy es suficiente. Pero los seres humanos necesitan afincarse en la vida, desarrollar sus raíces personales con paciencia y fortalecer sus sueños con el combustible del esfuerzo.
Tentados por el demonio del cambio, hemos renunciado penosamente a pensar en el futuro y a buscar lo inmutable y duradero que constituye la riqueza de nuestra identidad personal.
Frente a la esclavitud de lo efímero conviene perseverar en la búsqueda de lo valioso. ¿Nos parece una apuesta demasiado exigente? ¿Nos abruma el tener que realizar proyectos? Para un espíritu anémico apostar por lo valioso puede resultar estresante. Pero la compensación es sentir que estamos vivos. Conocedor del alma humana, Ortega nos legó un lema para escapar a la tentación de lo efímero: la vida sólo cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada.
Publicado en La Nación https://www.lanacion.com.ar/opinion/bajo-el-imperio-de-lo-efimero-nid1769580